La cultura es ante todo una forma de vida


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La cultura de la Revolución no puede ser una creación imperfecta1

Regresamos con el recuerdo de aquellos días, hace más de veintiséis años, en que la Revolución celebró su Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas.

¡Qué confusión tan maravillosa y creativa pero, a la vez, colmada de peligros de la de entonces!

Coincidían en aquella época quienes convertían al Evangelio en un instrumento de combate reaccionario y otros, desesperadamente asidos al Dios que no querían abandonar y hondamente atrapados, a la vez, por una Revolución que parecía exigírselo. Confluían allí los que habían ido a la Sierra en busca de una renovación en el marco burgués y se negaban a aceptar otra premisa con quienes, llegados a la guerrilla sin comprender  lo que era el socialismo, lo habían asimilado en pocos meses y se situaban ahora en la posición intransigente de todo neófito. Escritores y artistas honestos que trabajaron su obra casi en la soledad, sin comprometerse con lo prevaleciente, que siempre habían abominado, pero sin suscribir tampoco las tesis de la izquierda, que les parecían ajenas e incomprensibles, compartían sus aspiraciones —hasta ese día frustradas— de una cultura distinta, libre y poderosa, con las de colegas, no menos afamados, militantes en el marxismo-leninismo durante largos años de confrontaciones y amarguras. Escritores, pintores, músicos, que no necesitaban demostrar quiénes eran porque sus obras lo justificaban, compartían los asientos del Congreso con otros hombres y mujeres que traían entre sus manos la obra modesta inédita y aspiraban a situarse en el ámbito cultural como un resultado de la Revolución.

Así nació la UNEAC, en instantes en que, para recordar a Alfonso Reyes, habría que realizar, aún, “el deslinde”.

Poco después se marcharon los que pretendían enfrentar la Revolución y el Evangelio al que temporal y oportunistamente adscribieron. En la fuga dejaron abandonado el Cristo en el que no creían. Los otros, los auténticos poseídos de la fe, supieron darles a su Dios y su Revolución lo que a cada uno debía corresponderle. Ellos están aquí.

Los revolucionarios fortuitos y convencionales y sus consocios, casi todos mediocres con sólo uno que otro escritor verdadero, se fueron a rumiar el rencor de no haber podido agenciarse las posiciones que, sin merecer, ambicionaron. El sectarismo quedó extirpado, como una mala hierba, y los neófitos volcados al izquierdismo inmaduro, encontraron en definitiva el camino accidentado y complejo de la participación revolucionaria.

La Revolución les dio enseguida a los adultos —a quienes la falsa República condenara al retraso— la ortografía y la gramática que les permitieron dar mejor forma a sus ricos hallazgos literarios espontáneos.

De las aulas de nuestra Revolución educacional, en que ya no quedaban afuera ni los ayer pobres y desvalidos hijos de obreros y de abrumados campesinos, surgieron nuevos literatos, pintores y músicos, que no necesitaban vender su alma al diablo de la politiquería para conseguir una plaza en el Conservatorio o en la Escuela de Arte.

Como símbolo del sitio en que la Revolución quería ubicar a la cultura, allí, en el lugar mismo en que la burguesía había tenido su “club” aristocrático más exclusivo, a las cercas del cual no permitían ni asomarse al negro curioso, se situaban las Escuelas de Arte, malogradas arquitectónicamente algunas de ellas por quienes no supieron subordinar la audacia de sus líneas a los requerimientos de la enseñanza.

Así, en estos veintisiete años, los que soñaban escribir o pintar, o componer, pero no habían podido quebrar el cerco de la ignorancia formal y acceder a las escuelas, jóvenes o viejos, tuvieron en la Revolución la oportunidad que anhelaron. Ella los nutrió de los instrumentos culturales. A los que llevaban soterrado su talento se le sacó a la luz, y hoy están entre nosotros, con sus antiguos colegas de antecedentes revolucionarios o aquellos que, sin tenerlos, no lo necesitaron, porque la Revolución no se los ha pedido y ha mirado tan sólo a su obra y su actitud.

¿De qué hablar en este Congreso al que se llega con el mismo enfebrecimiento con que arribamos al otro en tres décadas atrás y en el que se nos abren al examen tantos conflictos que antes permanecían cerrados por la estulticia o por la inercia?

Estamos en el natalicio de Martí. Nos encontramos en el rumbo hacia los sesenta años del “Guerrillero” admirable. Montaigne dijo alguna vez que el intelectual era heroico “hasta la muerte exclusive”. Martí y el Che supieron ser heroicos incluida su hermosa y desgarrada muerte. A ellos sí podemos considerarlos intelectuales plenos, y ellos nos inducen a partir en nuestro examen del intelectual de la Revolución y, desde luego, del artista y el músico.

Nos referimos, claro está, a aquellos a quienes Gramsci llamó “intelectuales orgánicos”, y a los que denominó con sagacidad “servidores de la superestructura”, lo que provoca de inicio en los demás una cierta desconfianza que es necesario vencer.

Lenin descubrió el origen de esa reserva instintiva de los trabajadores hacia los hombres del arte y de la cultura cuando aludió al “señoritismo intelectual” que afecta a la mayoría de ellos y que él supo delimitar magistralmente de una cierta actitud de superioridad respecto de los iletrados que se transparentaba, en medida mayor o menor, aún en tierras como la nuestra.

Lo primero que habría que anotar es que ese espíritu que tiende a separar a los protagonistas de la cultura de los demás va siendo vencido entre nosotros. La obra de arte la realizaban hoy en buena parte hijos de obreros o gentes surgidas de una familia campesina. Pero hemos de reconocer que, pese a eso, todavía no se ha podido eliminar frente a los escritores y artistas una cierta reticencia de quienes pueblan las fábricas o cortan la caña. La sabe bien Tomás Álvarez, intelectual del pueblo, antiguo trabajador del campo que no quiere dejar de serlo; pero a quienes sus antiguos compañeros consideraban, por confesión propia, “distinto”.

El acercamiento cada vez mayor de intelectual y pueblo debe romper en definitiva esas barreras. Y para conseguirlo es de suma importancia que los escritores y artistas cubanos hayan comprendido cada vez más que están muy lejos de ser la “conciencia crítica” de la sociedad. No lo han sido nunca. Cuando Gramsci los califica como “servidores de la superestructura”, no olvida el panel subalterno a que durante siglos estuvieron condenados, pese a la rebeldía sutil de Sócrates o al individualismo desafiante de Miguel Ángel. El ascenso burgués concedió, sin dudas, algunas ventajas y permitió a intelectuales y artistas aparentes osadías pero los obligó a hablar, siempre, a tono con las fuerzas dominantes que les dictaban el tema o los condenaban a vivir al margen de la sociedad en un aislamiento a veces espléndido pero no pocas veces sobrecogedor. Recordemos tan sólo a Verlaine o a Kafka.

No, la sociedad no tiene una conciencia crítica predeterminada. Si en nuestra Cuba socialista algún grupo podría reclamar ese papel, es el Partido; pero no lo hace. Porque el Partido sabe demasiado bien que su fuerza rectora le viene de tener las raíces enclavadas en los redaños de la clase obrera y de todos los sectores del pueblo y que para convertirse en guía político e ideológico debe respetar las actitudes críticas de aquellos y recibirlas como su acervo más importante.

Libre de las pretensiones de convertirse en el reservorio crítico de la sociedad, enriquecidos por su modestia histórica, nuestros escritores y artistas podrán acercarse más a ser “testigos de la verdad”.

Nada más y nada menos que eso les pediríamos que fuesen. Al proponérselo, quedarán libres de caer en ese “discurso artístico-literario de tono apologético, y moralizante, carente de búsquedas y de problematización, basado en fórmulas rudimentarias de dudosa eficacia movilizativa” del que el Informe Central ante el Congreso se quejaba como síntoma de los malos momentos de nuestra cultura.

Porque es necesario que nos entendamos. La Revolución a que se llama a servir al escritor y al artista no es una vía acotada en la que caben sólo apologistas y acólitos.

Se ha mencionado con razón en este Congreso un documento que tendrá ya para siempre valor permanente en nuestras tareas de la cultura, las Palabras a los Intelectuales de Fidel. En aquella tarde, cuyo resplandor nos ilumina todavía, en medio de dicterios subrepticios y de medias palabras deliberadas, se fue abriendo paso la imagen necesaria de nuestra cultura de hoy y de mañana. Se repite con frecuencia la frase magistral: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada.” En el debate sobre el Informe, se analizó si a esa frase le correspondía una interpretación estrecha que pone fuera de la Revolución a todos los que no pueden ser considerados como revolucionarios. Me asocio al criterio expuesto por Roberto Fernández Retamar. Me atrevo a sostenerlo no sólo porque me correspondió el privilegio de estar junto a Fidel en los momentos previos a su discurso, en un encuentro inolvidable con quienes entonces tenían la responsabilidad orgánica de conducir nuestro trabajo cultural, sino porque la frase no fue una expresión accidental, sino la culminación de un análisis en el que queda muy claramente expresada la función abarcadora de la Revolución en la cultura.

“La Revolución —dijo en ese discurso Fidel un poco antes de pronunciar su histórica definición— no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres honestos, sean o no escritores o artistas, marchen junto a ella. La Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar —concluyó— no sólo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que, aunque no sean revolucionarios, es decir, aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella.

“Nadie ha supuesto nunca —dijo aquella tarde— que todos los hombres, o todos los escritores, o todos los artistas, tengan que ser revolucionarios”.

Y señaló, con admirable precisión: “La Revolución sólo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios”.

Así fue, compañeras y compañeros, recordémoslo, la respuesta de Fidel ante un escritor católico que había preguntado si podía hacer una interpretación desde su punto de vista idealista de un problema determinado. Fidel consideró esa inquietud como “un caso digno de tenerse muy en cuenta […] un caso representativo del género de escritores y de artistas que mues¬tran una disposición favorable hacia la Revolución y desean saber qué grado de libertad tienen dentro de las condiciones revolucionarias para expresarse de acuerdo con sus sentimientos”.

Es bueno recordar no sólo la frase definitoria sino sus antecedentes inmediatos, porque más de una vez en el pasado se quiso interpretar aquella por la vía estrecha para imponer decisiones extemporáneas o criterios de capilla en nombre de la Revolución y del Partido. El Partido nos guía, como un gran conductor que sólo podrá cumplir sus tareas cimeras si toma en cuenta todos los factores que componen nuestra sociedad y conforman nuestra realidad. De la historia reciente los intelectuales y artistas han aprendido que no deben ver al Partido como alguien detrás de un buró, en el Comité Central, dictando directivas, bien intencionadas tal vez pero inconsultas o esterilizadoras. Es mucho más que eso. Poseer el título de militante es, para un escritor revolucionario, no sólo la prueba de que ha aprendido a manejar el marxismo-leninismo como instrumento de profundización y de amplitud al interpretar la vida, sino el recuerdo de modo permanente de que su conducta ejemplar no le ha dado nuevos privilegios sino que le ha traído mayores responsabilidades. Pero no poseer el carné del Partido está muy lejos de ser denigratorio. La Revolución es mucho más amplia, mucho más heterogénea, mucho más complicada que el Partido. En el turbión revolucionario caben todos los que no están opuestos a nuestras aspiraciones, a nuestros postulados. Siguiendo esa concepción fidelista, la Revolución Cubana podía decir también que su divisa no es “los que no están con nosotros están contra nosotros”.

No se trata, no, de mermar el significado y el sentido que los intelectuales militantes del Partido adquieren en el torrente de la intelectualidad. Muy lejos de ello. Recordando que ese tipo de revolucionario “pone la Revolución por encima de todo lo demás”, Fidel en aquella ardiente tarde puntualizó: “El artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución.”

La imagen de Rubén Martínez Villena, con su pureza diamantina, flotó en ese momento sobre nosotros.

Ese es, compañeras y compañeros, nuestro punto de partida. El camino hacia el comunismo es menos fácil de lo que nos i parecía a algunos hace cincuenta años. Tenemos que transitarlo en la diversidad y con la diversidad.

El primero de los Lineamientos que se le han presentado al Congreso en el Informe define plenamente la responsabilidad fundamental de los artistas y escritores, de los hombres y mujeres de la cultura, en esta etapa. Se declara allí como indispensable “fortalecer el papel de la cultura en la sociedad cubana de hoy”.

Nada resulta más necesario. Hemos realizado una hermosa, profunda, abarcadora Revolución educacional, pero nos falta incorporar a esa Revolución el ingrediente indispensable de la cultura. No se trata —y estoy seguro de que ustedes me comprenden— de atiborrar a nuestros estudiantes de referencias culturales, de nombres de autores o referencias de obras. Eso no es la cultura, sino tan sólo uno de los ingredientes culturales. La cultura es, ante todo, una forma de vida. Cuando, ante el comportamiento de unos campesinos españoles, Chesterton pudo decir: “¡Qué cultos son estos analfabetos!”, le daba a la cultura esa significación omnicomprensiva. Confesemos, es una obligación revolucionaria, que todavía estamos lejos de lograr entre nosotros como patrón de vida las formas culturales que corresponden a nuestra sociedad socialista. Tenemos un pueblo cada vez más instruido, pero todavía no tenemos un pueblo culto.

Yo recuerdo con amargura, hace pocos años, el haber asistido a un acto en el cual, después de escuchar una charla magistral de nuestro siempre presente Nicolás Guillén, el locutor anunció, para nuestra sorpresa: “Y ahora, compañeras, comienza el acto cultural.” Y venía detrás un combo de segunda clase.

No se trata de reproducir la vieja y falsa contraposición entre lo culto y lo popular sino incorporar a lo popular el sentido enriquecedor de lo culto. Se ha dicho con verdad que cultura es todo lo que no es naturaleza. Pero la cultura de la Revolución no puede ser una creación imperfecta. Varela, Luz, Martí, Alejo, Juan Marinello, Portocarrero, fueron la cultura; Nicolás, Alicia, Mariano, Leo, Roberto, son la cultura; Pablo y Silvio son también la cultura, como los Irakere, Portillo de la Luz, José Antonio y Sandoval, como la Danza Moderna o el Conjunto Folclórico. Pero que el bacalao lleve o no lleve papa, no necesariamente es la cultura a que aspiramos. Hay que atreverse a decirlo, si es que realmente queremos, como se proponen las resoluciones, “fortalecer el papel de la cultura en el socialismo cubano de hoy”. Es bueno diferenciar lo popular auténtico de la chabacanería con pretensiones de pueblo.

Se alega con frecuencia que hay que partir de nuestros niveles culturales. Correcto. Pero partir de ese nivel no significa adaptarse a él. Lenin, que se nutría como nadie del pueblo, y Fidel, leninista contemporáneo, han sabido tomar al pueblo como punto de partida para una incesante proyección hacia arriba. Sepámoslo hacer nosotros, librémonos de las excrecencias populistas.

Si algo se nos puede reprochar es no haber sido lo necesariamente exigentes. Es una muestra de eso que suelo denominar “resignación socialista” el no haber peleado lo suficiente por introducir desde nuestra enseñanza primaria la educación artística de nuestros niños y jóvenes. Si saber disparar un arma en nuestra Patria de hoy es condición indispensable para todo ciudadano, esto no puede conducirnos a olvidar que apreciar a Degas o a Picasso, a Beethoven o a Prokofiev, es también importante. (APLAUSOS).

¿Por qué hemos de condenar a quienes laboran voluntariamente en la microbrigada, o dan 120 horas de su tiempo libre al esfuerzo común, a que tengan todavía que contemplar personajes que recuerdan demasiado a los de “Crusellas” y “Palmolive”?, a pesar de que reconozcamos los esfuerzos de la televisión por acercarse a la cultura. Un pueblo como el nuestro, que además de confirmar cada día que ama a la Revolución, ha dejado atrás el analfabetismo y tiene una clase obrera que en su conjunto aspira a cumplir los nueve grados de educación, no merece ser alimentado espiritualmente con productos adulterados. Tiene derecho a lo mejor, y estamos en la obligación de proporcionárselo.

Se oye hablar de “cultura masiva”. Para mí la cultura “masiva”, no es la cultura. Yo creo en la cultura hacia las masas, con las masas y para las masas. Son cosas distintas aunque luzcan semejantes.

Cabe que nos preguntemos si estamos ya en el camino de esa cultura, a la vez revolucionaria y abarcadora, a que aspiramos.

Creo que no debemos dudarlo.

Porque es cierto que —como aquí se ha dicho— lo que nos ha faltado no son las definiciones y las líneas de política. Las empezamos a tener en el discurso de Fidel de 1961, y las encontramos, reforzadas por una experiencia de dieciséis años, en la Resolución del I Congreso del Partido. De lo que hemos carecido es de la capacidad para ponerlas en práctica. Ahora el Partido, impulsado por la rectificación, que sitúa la conciencia política en el plano central de sus preocupaciones, trabaja por transformar aquellas palabras rectoras de entonces en una línea permanente de acción. Y ahora también el Congreso de la UNEAC da a los escritores y artistas de nuestro país la coherencia y la voz necesarias para dejar de ser una fuerza amorfa y subalterna y convertirse en parte de esta gran batalla renovadora.

Los intelectuales cubanos no pueden retrasarse. Les tocará, como a los demás, poner el ladrillo, mezclar la arena, levantar así las viviendas, el consultorio del médico de la familia, los círculos infantiles. Pero tienen además su propia, específica, irrenunciable tarea que no pueden traicionar. Les corresponde realizar la obra seria en lo literario, en lo musical, en lo plástico, a la que el crecimiento revolucionario los conmina. Les toca, por encima de eso, la hermosa y alta tarea de llevar esa obra, y las obras de sus antecesores cubanos y no cubanos —porque la palabra “extranjero” debe ser abolida de la cultura— a millones de hombres y mujeres que esperan por ellas. Mientras haya galerías de arte sin espectadores; mientras los niños no tengan acceso, por inercia de quienes los educan, al museo; mientras Mozart siga siendo un buen pretexto para la comedia musical de turno; mientras Pushkin y Shakespeare resulten desconocidos para cientos de miles que los disfrutarían si se les acercara a ellos, la misión de los promovedores de la cultura no habrá terminado.

Nadie tiene derecho a esperar. A cada uno le toca lo suyo. El Partido orienta, pero la UNEAC y sus miembros tienen su órbita propia, la inercia los hará culpables. No es momento de querellas sino de conjunciones, pero si hay inmovilidad oficial las armas de la crítica están ahí para usarlas. La Revolución, que condena la pelea innecesaria, ha respaldado siempre la pelea justa, lo que rechaza es la quietud pesimista. (APLAUSOS.)

Y si se quiere estar mejor preparado para esa batalla, en que conjuntamente han de participar el Partido y la UJC los ministerios, los sindicatos, sin duda que la UNEAC debe preocuparse más por la incorporación a ella de nuestra juventud intelectual.

Creo que no tendré que jurar ante ustedes que no tengo nada contra los viejos. Pero me asusta que en este Congreso, en que los literatos y artistas han logrado expresar su combatividad, aunque sea a la manera pausada del gremio, apenas un 2 % de los participantes tengan menos de treinta años. Menos de treinta años tenía José Martí cuando empezó su faena liberadora sin tregua; a Mella no le permitieron llegar a los treinta años. Entre los firmantes de la “Protesta de los Trece”, muy pocos pasaban de los veinticinco años. No tenían treinta años los editores de la Revista de Avance, ni Nicolás Guillén cuando escribió Sóngoro cosongo. Con poco más de veinte años, Roa, José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre y otros se paseaban ya en las cubanas de su tiempo. Y, para decirlo de una sola buena vez: el protagonista de La Historia me Absolverá, ese Manifiesto de Montecristi de nuestra época, no había rebasado, cuando se puso al frente de su pueblo, los veintisiete años. (APLAUSOS.) Y aquí, entre 518 delegados, sólo nueve no pasan de los treinta años.

Mal síntoma si ello se debiera a la desconfianza; peor aún si se originara en la inmadurez. Creo que el origen de esa ausencia está, más bien, en una falta de perspectiva.

Permítaseme una sola reflexión final.

En la Resolución se nos propone también “el rechazo de toda desviación ética, política e ideológica, que pretenda erosionar nuestra voluntad de luchar por el socialismo” y se proclama la aspiración de estar “tan lejos del dogmatismo como del liberalismo, tan lejos de la intolerancia como de la complacencia”.

Al llevarlo a la práctica, no debemos olvidar, sin embargo, que, aunque el liberalismo es peligroso y la complacencia inaceptable, más peligrosos todavía, en el terreno de la cultura y la ciencia, son la intolerancia y el dogmatismo. (APLAUSOS.) Aquellos no pueden penetrar —por su signo político— en nuestra unida y fuerte Revolución. Pero si no vencemos el dogma nos corroerá y nos cerrará el camino hacia la amplia y noble cultura del socialismo, en la cual la de Hombre tiene que ser, como lo proclamaba Máximo Gorki, “una hermosa palabra”.

Patria o Muerte

(OVACIÓN.)

Nota:

1 “A la cultura por la Revolución”, palabras de Carlos Rafael Rodríguez en el último día de sesiones del IV Congreso de la UNEAC, el 28 de enero de 1988, en periódico Granma, La Habana, viernes 29 de enero de 1988, p. 3

 


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