Sobre un taller de René Francisco


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“Nuestra mente es porosa para el olvido”

Jorge Luis Borges, El Aleph.

René Francisco —al igual que Carlos Argentino o los fieles de Amr en El Cairo, según nos cuenta Borges— ha logrado meter en su taller al mundo. No como esfera que brilla en algún sótano, ni como rumor en columna de mezquita. Este es un mundo ya expandido, volteado hacia fuera, vomitado. Hecho de un tránsito, más o menos extenso y seguramente bien aprovechado, por la vida y —si cabe aún la diferencia— por el arte.

Hablo del arte porque la obra de René Francisco se hace visible en circunstancias muy específicas, en las cuales conviene detenerse: cuando, unos diez años atrás y a dúo con Eduardo Ponjuán comenzamos a percibirle, él está formando parte de una generación que dinamiza, precisamente, el potencial estético de esa franja movediza donde se tocan arte y vida. Trabajar sobre esa zona (digna de Tarkovski, como se pudo comprobar más tarde) requería de artistas con vocación de zapadores: luego de la explosión de algunas minas, el campo quedó virtualmente desierto. De golpe muchos entendieron —y no les faltó razón en ello— que sería más saludable dedicarse a un arte entre cuyas consecuencias no estuviesen la explosión, el fuego, el estallido. Ocurrió entonces, en el tránsito de los años ochenta a los noventa y a escala más bien masiva, una mudanza hacia terrenos más seguros o al menos —así se pensó en aquel instante— más predecibles. Mudanza que no fue tal para René Francisco, ni en su trabajo con Ponjuán ni en su obra en solitario.

René, como pedagogo y como artista, ha insistido en el privilegio de cultivar su parcela de riesgo. Marcado desde temprano por aquella estética inflamable, hoy en desuso aunque ciertamente clásica —y por tanto, degradada en el florecimiento de sus manierismos— él continúa avanzando en la dirección del intercambio intenso con zonas sociales, culturales de su entorno más cercano. Explorando en profundidad áreas que definen perfiles físicos, materiales, de adaptación y supervivencia a escala doméstica y urbana en los barrios habaneros. A diferencia de estrategias protagónicas durante la década anterior, que implantaban lo popular y su componente kitsch en el arte por la vía del “canibaleo”, de la parodia y del reciclaje culterano, la posición actual de René tiende a una nivelación mucho más compenetrada entre ciertas producciones espontáneas, populares, y lo propiamente “artístico”. Es algo que se ilustra muy bien en el modo de producir varios elementos decisivos de la obra: en lugar de traer la “materia prima” de lo popular hacia el taller del artista para reelaborarla con “materiales de arte”, René se traslada él mismo a los espacios de producción del chapista, del soldador, del herrero, e interactúa con ellos y con sus materiales habituales, se involucra en sus procedimientos, participa incluso de su flexibilidad y capacidad de improvisación. Así consigue resultados que con frecuencia operan como híbridos de funcionalidad utilitaria y de ambición artística.

En esta obra el tema de la memoria se expresa como trama de coherencia, sustrato básico de todo el ambiente, retícula, estructura. Memoria cual espacio un tanto caótico donde se agolpan lo público y lo privado, la historia personal y la de todos. Es una memoria acumulativa, hecha de reciclar (materiales, objetos, el arte propio y el ajeno) de reparar y de ensamblar. Este taller de talleres, sueño soñado y recordado de alquimista o de utópico incurable, es más que obra proceso, espacio de infinitos diálogos, almacén de ruidos y de ingenio. Aquí convergen y se desbancan todos nuestros recuerdos, memorizados por René, en un último intento por no ser olvidados.

La Habana, diciembre 1996

 

*Retomamos este texto del destacado artista, ensayista y curador cubano Antonio Eligio (Tonel) a propósito de la inclusión de esta emblemática obra de René Francisco Rodríguez (Premio Nacional de Artes Plásticas 2010) entre los proyectos individuales invitados a la XIII Bienal de La Habana.   


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