Perfiles de barrio: Vicenta


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Hoy recordaba una canción de Silvio al verla caminar de lejos, con su pasito veloz por mi calle… su rostro, su nombre y su apellido, yacen en el olvido…

Su nombre es poco común y como persona, va siendo también muy poco común en estos tiempos que vivimos. Ella es Vicenta. La eterna maestra del barrio que todos conocen y va por cinco generaciones en su aula, viendo correr el tiempo en un mismo sitio, más estampando en cada una su vitalidad y su energía.

Vicenta, la mujer, es un contrapunto en sí misma, un reto a la comprensión. Menuda y frágil, de tez morena y finas facciones, hablar pausado y de enérgicos ademanes, sorprende cómo con entereza de hormiga atiende a cada uno de sus frentes de responsabilidad y busca tiempo aún para cumplir con los amigos y hacer este favor por acá o allá, de los que saben que es la persona con que siempre se puede contar. Ya no es una mujer joven, cerca de setenta lustros han pasado, pero ni se da una cuenta.

Vicenta, la maestra, se ha visto enseñando a una nieta o nieto de sus primeras alumnas o alumnos. Y sus clases son las mejores, las que no se dejan de dar un día porque ella nunca falta. Es la maestra de los niños que más participan en los círculos de interés, en los concursos, en los actos, las marchas o desfiles. Ellos se distinguen porque además de cumplir con los conocimientos escolares dicen poesías, un coro hablado o escenifican hechos importantes de nuestra historia. Ella prepara siempre un matutino diferente y cree profundamente en lo que hace. Su intensidad y ese amor transformador se los transmite a los pequeños que van de su mano desde primer hasta cuarto grado en un ciclo de vida esencial en la formación de los niños. Así, cada año que pasa.

Es Vicenta la que ama a la Patria, a Fidel y a la Revolución como bien le gusta decir, hasta morir por ella; la primera maestra que brindó su solidaridad cuando el internacionalismo llevó a nuestros maestros a Nicaragua, bajo las balas en los montes. La primera en la reunión, en la convocatoria, en el trabajo voluntario, la que fue alfabetizadora y luego vino a La Habana y se hizo maestra, porque era lo que había que hacer.

Vicenta, la madre, pupila insomne, sigue siendo la cuidadora principal de su familia. Aún vela por sus hijos como cuando pequeños y es la permanente brújula de su nieto adolescente. Como muchos, anda preocupada con los precios del mercado, si llegó el pan o algo nuevo a la bodega. A Vicenta también le angustia el asunto de legalizar su vivienda y que sea siempre el lugar donde puedan seguir viviendo los suyos.

Pero ahí va ella, incesante y humilde como no hay otra. Muchos la conocen no solo en el barrio, dicen que la conocen en la Provincia, en la Nación, que hasta en una página Web está su figura y cuanto ha aportado con su esfuerzo. Y sin embargo, apenas se nota cuando pasa a tu lado por la calle, porque Vicenta, es de la estirpe de los que son antológico caudal de modestia y desinterés, que a fuerza de entrega y sacrificio diario, se hace común y de ahí, apenas visible.

Este es mi humilde homenaje a ella, la maestra Vicenta y también a Moraima, la que volvió a las aulas después de jubilada, y un cariñoso legado a mi madre quien me enseñó a leer y vivió con la enseñanza como su profesión de amor. Quisiera fuese este y muchos otros, el tributo a tantas mujeres que han fusionado su vida con la escuela. Las que desgajaron su tiempo del hogar para repartirse en muchos seres, dejando un pedacito de sí en cada niño que transitaba por sus aulas, sin esperar más a cambio que el dar.

Por suerte, sé que anda siempre en cada uno de nosotros un agradecimiento a su mejor maestra, registrado eternamente en los recuerdos de la infancia, aunque esté callado en los vericuetos de la memoria y salga apenas ante una pregunta o un momento a solas con nosotros mismos.

Y entonces yo, para que nada de eso caiga en el olvido, escribo y sigo recordando la canción de Silvio, un día nuestros fantasmas van a ajustarle cuentas a la historia…

 


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