Nuevos caminos, definidos


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Pocas son las pasiones que pueden comprenderse, a cabalidad, desde la pintura. Cada quien le impregna ese pedacito único que la vuelve diferente y compleja a la vez. A veces son los colores quienes primero nos delatan; otras veces son las líneas y las formas —simples o complejas—, y hasta las texturas y los gestos. Cada artista le pone su propia carga y libera, en ella, sus tormentos.

Reza un antiguo refrán que «un árbol no hace un bosque», pero todo apotegma no tiene porqué ser verdadero, como tampoco la naturaleza lo es al verde. Un paisaje siempre es un paisaje, no importa si tenemos los ojos abiertos o cerrados, si es figurativo o abstracto, realista o totalmente simbólico. Un paisaje remite al mundo exterior, a lo que no está en nosotros, a lo que nos recorre pero también a esas relaciones que establecemos a cada minuto con nuestro entorno, en donde vivimos, por donde nos trasuntamos y coexistimos.

Cada bosque tiene su cuento con hadas: su misterio. Y eso ha sabido recoger muy bien Lázaro Ángel Lugones, un joven artista que por estos días exhibe una buena parte de su obra en la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro. Árboles enormes, desprovistos de su follaje, de troncos retorcidos y voluptuosos, solitarios, macizos, robustos y dominantes; en donde parece no haber vida más allá de la pincelada gestual y el color contrastante que se impone, en donde se deja escuchar el silencio y el tiempo no transcurre. Algo bien diferente a su anterior Comienzo definido, que descubría una línea abiertamente marcada por lo abstracto.

Pero, ¿qué ha pasado en su pintura? El paisajees uno de los géneros por excelencia en la historia del arte y su peso sigue teniendo consecuencias en la actualidad. A pesar de haber sabido crear escuelas, el paisaje siempre ha sido un problema mayor dentro de la representación visual. Entonces, ¿cómo enfrentarnos a variar lo que ya conocemos? ¿Cómo romper con esa tradición, tan fuerte en nuestro país y que nos amarra, aún sin quererlo, a repetir fórmulas establecidas? ¿Es este el punto de giro en la obra de Lázaro Ángel Lugones?

Si miramos con detenimiento la selección que nos presenta, encontramos un paisaje más íntimo y recontextualizado que, a diferencia de otros anteriores, se sostiene en la melancolía y en esa mágica relación entre lo dulce y lo grotesco. Sus composiciones son ahora más atrevidas, desequilibradas, contrastantes y mejor planteadas (es decir, que saben conducir una historia). Son un pacto entre lo figurativo y lo surreal, en un juego serio entre lo dicho y lo por decir; una fuerza nueva y pujante que renace desde lo más profundo de lo interior y se exterioriza.

Pocas veces uno tiene la oportunidad de admirar obras que muestran, como resultado del ejercicio diario, una depuración de la técnica pictórica marcada por la soltura y la frescura de sus trazos, en donde lo representado se imbrica tan bien —y tan eficientemente— con el tema al que hace referencia. Algo nada fácil si se tiene en cuenta que la tradición ha impuesto el naturalismo realista por sobre otras maneras de representación. Mas si nos acercamos a un bosque, entenderemos lo complejo de su percepción, lo arduo que resulta desmembrar cada parte para recomponerla, para volverla una urdimbre de formas, de texturas y de espacios. No es tarea fácil; se requiere de mucho empeño.

Lázaro trabaja sin cesar, boceta, grafica, embarra a pincel seco, repasa una y otra vez sobre el lienzo virgen, redibuja, destruye y comienza nuevamente. Es un proceso cíclico, altivo y alquímico, que no deja espacio al aburrimiento y en donde el artista se explota al máximo, como buscando esa obra final que le dice: ya. Y es de esta manera que construye su propio paisaje, cansado ya de percibir el mismo. Es entonces que se refugia en sus colores y en su espacio, para trazar nuevos itinerarios, para beber de la escuela rusa y de sus atmósferas desaturadas, para ganar en confianza y en una nueva manera de proyección con lo cual abordar otra cara del paisaje, distinta y seductora.

Seductium arborem es un espacio para la autovaloración y el disfrute. Es un escenario en donde confluyen las buenas energías, en donde la historia no nos juega una mala pasada. Es un punto de encuentro que intenta ser cautivador y límpido, en el que hay lugar para más, en el que la parte hace el todo.

 

 

 

 


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