La fina línea de Danko


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Nadie duda ya que las Artes Visuales forman parte de un proceso cíclico que se retoma a cada rato y del cual beben otras manifestaciones del mismo arte. La postmodernidad lo definió claramente desde sus inicios y, pasándole por encima a los presupuestos modernos que negaban lo viejo o lo anterior, se afirmó como una ideología para la transformación social.

Desde este momento, y como después apuntara Carlos Thiebault, «el arte comienza a configurarse autónomo en su práctica y en su lenguaje y reclama ejercer la conciencia crítica». De ahí que la postmodernidad no sea un sistema coherente de pensamiento sino un conjunto de reflexiones que mezclan todo aquello que conforma y articula la cultura, la política, los fundamentos económicos de la sociedad, sus modos de hacer y de pensar y, por supuesto, también la teoría del arte. En ella, el hombre estará siempre enmarcado entre culturas diversas, incluso, opuestas.

A partir de entonces y, sobre todo en las últimas décadas, hemos visto en nuestro patio un discreto resurgir de la pintura «bien hecha»; esa que tienden en denominar académica. Claro, hay quienes la odian y la peyoran olvidando sus encantos, que también son muchos, y que la han establecido como punto de referencia formal dentro de la historia del arte. Este nuevo «descubrir» se plantea como estructura de diálogo fiable y certero para un grupo cada vez mayor de jóvenes artistas, muchos de ellos provenientes de las academias provinciales de artes del país. Pero todavía existe una pasión controlada por la línea que los separa bastante de los pintores modernos y los acerca con fuerza a algunos maestros rusos, entre los más conocidos: Repin, Seróv, Aivazovski, Kustódiev o Súrikov. Una línea que los marca en el color, en la mancha, en la gestualidad, en la manera de presentarse y en su discurso. Y como si esa misma línea fuera la que delimita y sustenta la carga de un barco, hay en la obra de Danko Roberto un remedo a no dejar hundir sus recuerdos, que no son los suyos solamente, ni los de su pasado. Su obra es ontológica por derivación y se conecta con la de otros tantos artistas —Boltanski y Kleinmann, fundamentalmente— que buscan y reconstruyen desde el pasado una historia presente.

En él hay un espacio que lo acorrala. La impresión cinematográfica de su obra hace a ratos de hilo conductor y establece un paralelismo en la narración. Danko, marcado por la memoria y los recuerdosde su padre en la antigua URSS, revive ese pasado singular y lo narra a destiempo haciendo alusión a un momento en que todo, tal vez, «fue mejor». Y sin negarlo, se siente un cronista revelando pasajes de una vida que le es muy cercana, como si la percibiera a través de sus propios ojos, para interpretarla en una escala necesaria y justa. Baste advertir que en Danko hay una carga declarada de añoranzas y recuerdos que lo impulsan a reforzar su obra de una subjetividad particular, que no pasa desapercibida y que se acentúa en el preciosismo de su oficio pictórico.

Y como si no bastara, la estructura dramática de su propuesta termina por imponerse en un recorrido fortísimo que mueve la presentación y el diálogo con el espectador. Es una sola pieza formada por muchas, que articulan un todo fragmentado en pequeñas historias de vida. Es una serie minúscula en proporciones pero inmensa en contenido. Es una obra para ver de cerca, porque para entender la vida narrada en cada una de sus pinturas se hace necesario romper la barrera de la distancia. Es una pintura de espíritu y de fuerza, que no se entiende sino se tiene los ojos bien abiertos.


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