¿Dónde comemos hoy?


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La pregunta se las trae y si no me falla la memoria, alguna que otra vez generó cierta tensión entre mis padres. Es un recuerdo imborrable de mi infancia y primera adolescencia. Sobre todo, los domingos. Ese día la familia “debía partirse en dos” o hacer un acto de equilibrio superlativo: se almorzaba en casa de uno de los abuelos y se comía en la de los otros. Aunque no voy a negar que muchas veces mis abuelos se ponían de acuerdo y se hacía, por lo menos una vez al mes, una gran comelata familiar. Entonces la casa escogida se convertía en todo un campamento en el que coincidíamos todos los primos, los tíos y las tías y hasta algunos “colaterales” de la familia; que rara vez se perdían la posibilidad de “pegar la gorra”.

Cecilia, o simplemente Chichá – dicen que era su apodo desde niña—, la abuela paterna, era experta en el congrí y los moros y cristianos; además de hacer unos frijoles negros dormidos que eran toda una delicia. Mientras que Alejandrina –la materna, de acuerdo—se las gastaba todo en el arroz amarillo con pollo y en hacer boniatillo o harina en dulce. Las diferencias entre una y otra eran notables. La paterna solo tuvo dos hijos, la materna ocho; se entenderá entonces el origen de cada especialización.

Pero volvamos a las comidas domingueras.

Ellas, no sé si por obra de la necesidad, mentalidad ahorrativa, o por el simple hecho de ser día de descanso; coincidían en un mismo presupuesto cuando de cocinar los domingos se trataba: una sola comida que por norma general se servía cerca de las cuatro o cinco de la tarde.

En una casa se comía alrededor de la mesa –Chichá—y ese acto era toda una ceremonia. Ella ponía cuidado en todos los detalles; sobre todo ese día sacaba la vajilla de lujo que había comprado en los años cincuenta y que cuidaba con esmero. Su casa, en el reparto Poey, disponía de una mesa para cuatro comensales que se podía extender para que fueran el doble; pero ella se las había ingeniado para en la terraza trasera, que no era muy grande, poner una rústica y dos bancos, lo que democratizaba ese momento pues no había puesto para “el cabeza de familia”. Después de todo éramos por lo regular siete personas, pues el esposo de mi tía—que nunca tuvo hijos—era rastrero y muchas veces estaba ausente.

En mi caso paterno tenía una agravante. Mis abuelos se habían separado siendo niño mi papá, lo que agregaba una “abuelastra” a mi estatus familiar. Salomónicamente el tema se solucionó dedicando un sábado a visitar y comer en su casa. Aunque en honor a la verdad Chiquilian, que así se llamaba el hombre, no faltó nunca un domingo a la cita con nosotros.

La cita dominical en casa de la materna era una mezcla de desorden bien estructurado. No cabía una persona en aquella casa y la cocina podía parecer un caos para quien no conociera el nivel de organización que mi abuela tenía. Cada una de mis tías, incluidas las políticas, debía cumplir una tarea específica. Aquí faltaba “la vajilla” y el ceremonial. La comida se servía de forma escalonada: primero los niños pequeños, después los intermedios y por último, los mayores. Y se servía sobre la marcha, según se liberaban los platos. Debo decir que había platos metálicos tratados y con diseños, y lo mismo se podía clasificar con una cuchara que con tenedor. Éramos al menos treinta y tantas personas cuando venían los primos de Candelaria.

Mis padres también tenían la costumbre de al menos una vez a la semana salir a comer a restaurantes. Era toda una aventura que comenzaba de modo imprevisto, al menos así pensaba. Podía ser cualquier día de la semana y el lugar dependía del tiempo que se dispusiera o del nivel de cansancio de mi madre. Recuerdo más de una vez llegar de la escuela y oír la frase mágica: “…báñate que vamos a comer afuera, que tu papá ya marcó en…”; mi imaginación infantil en ese mismo momento se encendía.

Había lugares, restaurantes quiero decir, que mis padres preferían sobre otros y casi siempre lograban consenso. De común acuerdo estaban “El cochinito” situado en la calle 23 y a pocas cuadras de la casa y en donde además trabajaba un pariente de un amigo de la familia que nos atendía casi siempre. En esa lista debo incluir los dos Rancho Luna –el de L y el de 23 y G, como se conocían—en los que servían un fricasé de pollo envidiable; el mismo que décadas después haría furor en el restaurante El aljibe.

Pero mi momento de gloria era cuando anunciaban que comeríamos en la pizzería Montecatini; estaba prácticamente en la esquina de la casa; sin protestar salía disparado a marcar en la cola y me aseguraba de saber si Clemente estaba trabajando; él era no solo vecino y padre de unos amiguitos del barrio, era el maestro cocinero (hoy vulgarmente le llaman pizzero); entonces le anunciaba que estaba en la cola, lo que garantizaba ciertos privilegios a la hora de comer mi pizza preferida en ese entonces, que era la napolitana.

Otras veces era imposible comer en Montecatini o en Doña Rossina; la otra pizzería de lujo cercana a la casa; y no quedaba más remedio que sumarse al ejército de personas que se reunía lo mismo en Vita Nouva, en el cruce de las calles L y 21, o a Milán en I y 23.

En estas pizzerías, como en otras de la ciudad, era complicado el tema de sentarse a comer pizzas o espaguetis. Además de poseer algunas mesas el lugar de mayor demanda era “la cancha”. Para acceder a un puesto se debía uno situar tras el comensal y esperar a que terminara para acceder a la butaca que antes había ocupado. No voy a negar que alguna que otra vez debí esperar unas dos o tres rondas de servicios antes de que me tocara sentarme. También existía una dificultad: no siempre la familia se sentaba cerca, o uno junto al otro. Pero el acto de comer una pizza y un espagueti ese día compensaba la espera y la desesperación por la demora de los comensales que me antecedían.

También estaban las visitas sorpresas a casas de familiares o de amigos de mis padres. Lo cual era recíproco. Visitas que casi siempre se anunciaban con una frase: “…vinimos a pegarte la gorra…”. Debo aclarar que esas personas también devolvían la frase.

Había dos de esas salidas a comer que eran significativas y que disfrutaba a plenitud. Una era a casa de “la tía Julia” que no era más que una amiga de la infancia de mi madre que además estaba casada con un amigo también de la infancia de mi padre (se conocían todos por vivir en el mismo barrio). Julia vivía cerca de un lugar llamado Zulmar, y allí se podía tomar el mejor batido de la tierra. Pero ella se especializaba en hacer lo que mis abuelas llamaban “comida de putas”: arroz blanco, picadillo, huevo frito y platanito madura frito.

La otra visita era a la casa de la tía Xiomara Tolón. Ella vivía en Siboney, que por aquel entonces era un barrio donde vivían becados y se ostentaba de ser parte de una falsa jet set cubiche, y aunque el viaje era algo accidentado desde el Vedado hasta allí esa visita era para disfrutar de su habilidad para hacer arroz salteado o frito en dependencia de lo que le agregara.

Esas dos familias respondían al gesto de nuestras visitas al menos una vez al mes; aunque debo decir que también se hacían presentes algún que otro domingo en casa de Alejandrina –la abuela materna—donde cada una tenía sus responsabilidades.

Mi infancia fue quedando atrás. Lo mismo que la costumbre de visitar de forma obligatoria cada domingo las casas de los abuelos. También las urgencias de la vida pasaron factura a esa costumbre, fue mi madre quien intentó mantenerla en el mismo instante que nacieron mis hijos, pero no era lo mismo.

Las familias se fueron extendido o reduciendo según el caso; y con ellas se modificaron los intereses, las costumbres y las tradiciones. Eso sí, nunca faltó en casa de algunas de mis tías o tíos un plato de comida para el que llegara, no importa que fuera crónica de una visita no anunciada, ni que hubiera que echar agua a la sopa.

Revisando la curva de mi vida, visitando algunas fotos gastadas por el tiempo, he regresado a los años setenta, a ese momento en que la familia, mi familia, era un tronco sólido que cobijaba a todos. La lista de ausentes es larga, comenzando por los abuelos.

Hoy solo nos queda el recurso del teléfono, las redes sociales para los que las usan y son adictos a ellas, y la esperanza de que es posible que este domingo, si las cosas lo permiten, es probable y posible que mi hermano con su familia o mi cuñada con sus hijas y los correspondientes colaterales vengan a “pegar la gorra”.

En espera de que eso suceda me esmero en replicar alguna de las recetas de mis abuelas. Espero que el resultado les guste.


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