Catalina y Mario / Por Nelson Herrera Ysla


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Son varias las inquietudes en torno a un libro como Catalina, publicado por Ediciones UNION el pasado 2015, de Mario Coyula (1935-2014), pues no se trata, estricto sentido, de una novela, o un libro de memorias, una biografía, un relato. Nada de eso se antoja (a pesar de que en la nota de contraportada se dice que es “su primera novela”) aun cuando no es que se trate de establecer géneros a priori a la hora de disponerse uno a leer un texto, y menos pensarlo a fondo desde que James Joyce publicara ese libro que puso patas arriba la noción de narrar hasta entonces aceptada en 1922 con su Ulises. En síntesis, el libro representa, grosso modo, un homenaje a Catalina Lasa, una de las figuras controvertidas de la alta sociedad habanera a principios del siglo XX, cuya casa construida en la calle Paseo, en El Vedado, resultó un hecho cultural y social relevante gracias a la decoración y ambientación lideradas por el famoso diseñador francés René Lalique, ícono del arte decó europeo y universal.

Confieso que comencé a leerla como un texto contado en primera persona hasta descubrir que había otros quienes contaban también sus vidas, sus historias y, sobre todo, la de aquella Cuba de entre siglos y las primeras décadas del XX. Poco a poco, las narraciones individuales y fragmentarias de aquellas vidas dieron paso a descripciones detalladas de los ambientes cultural, social y político epocales y, a no dudarlo, ocuparon entonces los primeros planos de lectura y significación aunque la intención coral narrativa iba dejando de lado el primerísimo rol de Catalina en tanto centro del texto o eje sobre el cual gira el libro. Ya no se trataba de realzar una figura capaz de ocupar la máxima atención sino los contextos en los que ella se realiza como mujer de la alta sociedad. Los sentimientos y emociones, viajes, encuentros, dudas, se desvanecen sutilmente ante la copiosa descripción de los lugares y espacios donde estos adquieren sentido.

Tampoco nada de eje central, nada de elementos pivotes, subtramas o atmósferas dominantes pues a medida que avanza la lectura surge el rol indiscutible del propio autor del texto como, quizás exagerando, otro personaje importante del libro. Con certeza, me atrevo a admitirlo, Mario Coyula es también una figura central (algo así como el “otro” personaje) pues aprovecha a la pareja en cuestión para deslizar agudos comentarios sobre lo acontecido en Cuba durante aquellos años de definiciones sobre nuestra nacionalidad, nuestra identidad, nuestra cultura y….last but not least, sobre la realidad en los últimos 50 años. Al asumir esto, a medida que avanza la lectura no es de asombrar las referencias a la depauperación de La Habana, al “período especial”, a las jineteras, “macetas”, los pobres-nuevos-ricos, la ropa gris usada por casi toda la población durante el quinquenio, decenio o trinquenio amargo y duro que vivimos entre los años 60 y 70 del siglo XX… puestas en boca de sus personajes y que resultan, engañosamente, como si fuesen oídas por Catalina y Juan, entre tantas otras noticias que les llegaban desde el exterior de su mausoleo.

Estamos, pues, ante un libro de reflexiones: una suerte de micros ensayos no sustentados sobre fuentes documentales al uso pero suficientemente provocadores en ideas (como corresponde a todo legítimo ensayo, largo o corto) para ponernos a pensar acerca de una buena parte de nuestra historia como comunidad, sociedad, nación.

Este tipo de libro no abunda en nuestra literatura de ficción o ensayística y especialmente este en que la arquitectura parece llevar la voz cantante. Más obvio, imposible, ya que Coyula respiraba y vivía a travésde su profesión de arquitecto y, sobre todo, cuando ejercía en revistas, catálogos, guías y libros, su condición intrínseca, inmanente, de crítico tenaz y en muchas ocasiones mordaz. La experimentó en carne y espíritu propios y, gracias a esa vocación, contamos hoy con un conjunto notable de textos ejemplares dispersos aún relacionados con el entorno físico de nuestro país en los que la ciudad de La Habana asume gran parte del protagonismo.

Desde las primeras páginas asoman descripciones de La Habana Vieja, París, luego Venecia, Londres. Entremezclados con estas, describe interiores de casas y edificaciones que van ganando terreno a través de la complicada madeja de sensaciones y juicios emitidos por dos personajes casi a la manera de Pedro Páramo, aunque desde el comienzo se hace evidente que ambos están todos muertos y enterrados en sus tumbas en el cementerio de Colón, lo cual marca un tanto la diferencia con los de Rulfo y su fantasmal Comala que, por lo general, apreciamos ya muy avanzada la lectura de la extraordinaria novela.

Coyula dividió el libro en 25 capítulos o monólogos sin titularlos, apelando para ello al modo más simple de hacerlo: numerarlos del 1 al 25. Indistintamente, los personajes alternan sus relatos sin preminencia de uno sobre otro para dar constantemente diversos puntos de vista sobre sus vidas y lo que ocurría a su alrededor, o en sus cabezas solamente, en aquellos tiempos casi dorados de la Belle Époque: estructura que aprovecha el autor para deslizar de manera abierta, o por momentos subrepticiamente, comentarios nostálgicos, melancólicos, irónicos, cínicos, humorísticos.

Como dato interesante, a lo largo de 300 páginas, Coyula disemina una abrumadora nómina de científicos, intelectuales, poetas, escritores, artistas, políticos, arquitectos, de un lado y otro del Atlántico, que contribuyen a enfatizar, desmentir, aprobar, lo narrado en primera persona. Y hace lo mismo con barrios, ciudades, avenidas, parques, plazas, de varias partes del mundo que ilustran en buena medida el conocimiento de primera mano que el autor tenía de ellas y su necesaria participación en el texto a la hora de apuntalar esa controvertida estructura literaria orquestada mediante una puntuación y sintaxis difíciles, por lo general arbitraria, que no responde a un propósito formal evidente sino a influencias no asumidas o cribadas a lo largo del siglo XX y que parten, sospecho, de aquel monólogo de Molly Bloom en las páginas que cierran el Ulises de Joyce.

Desde José Martí, Máximo Gómez, Quintín Banderas, Carlos Manuel de Céspedes, Narciso López en el siglo XIX hasta Tomás Estrada Palma, Marta Abreu, Mario G. Menocal, Gerardo Machado, Antonio Guiteras, Ramón Grau San Martín, en los predios de la historia política de Cuba, y pasando por Esteban Chartrand, Armando Menocal (quien pintó a Catalina… “en 1910 como una figura de la mitología griega en el gran mural del techo del Aula Magna” de la Universidad de La Habana, según ella misma cuenta en el libro), Carlos Enríquez, Emilio Roig de Leuschering, Carlos Loveira, Conrado Massaguer, el Conde Lagunillas, María Luisa Gómez Mena, en el campo del arte. Son muchos más pero estos ocupan, a mi modo de leer y ver, un lugar relevante pues sobre ellos se vierten opiniones o juicios por los personajes que narran a partir de superficiales o profundas relaciones personales, o porque resultaron notables en algún momento del transcurso de sus vidas en esta tierra.

Los extranjeros nombrados en el libro son tantos o más que estos cubanos trascendentes en Cuba a fines del XIX y en la primera mitad del siglo XX, inscritos por supuesto en la memoria de la nación cubana y de manera diferente cada uno. Coyula nos trae de nuevo las figuras de Marco Polo, Getulio Vargas, Nikita Jruschov, Lucky Luciano, Arthur Lindberg, Coco Chanel, Billie Holiday, Carlos Gardel, Le Corbusier, Frank Lloyd Wright, Enrico Caruso, Marcel Proust, Virginia Woolf, Gustave Klimt, Ezra Pound, Alfred Hitchcock, entre otros, dando pruebas de una curiosidad y erudición intelectuales poco común entre nuestros narradores (sin contar numerosas palabras y frases en inglés y francés). No es que haya profundizado en las personalidades de cada uno pero son nombrados en el justo momento, donde resulta necesaria su presencia en ambientes y recuerdos precisos que tanto Catalina Lasa como Juan Pedro y Baró, su segundo esposo (el otro “narrador”), desgranan para describir su “… Nada iba a ser igual después, eso fue lo peor que nos dejó Machado, la mirada cambió de París a Nueva York, el confort y la higiene y el alarde de riqueza por encima de la vieja elegancia, el inglés masticado, sénkiuberimoch, míster, relegando al musical francés, con su bonita nasalidad, hacía los salones diplomáticos, su último reducto…

De edificios y zonas urbanas también nutren sus añoranzas desde lo más profundo del mausoleo erigido en el cementerio de Colón, con diseños de Lalique, en que se hallan (vandalizado como se observa en imágenes fotográficas que el autor coloca a modo de denuncia y coda en el libro). No solo El Vedado (al cual están dedicadas las páginas finales y cuyo capítulo comienza así: “El Vedado ya no es, pero sigue siendo….”), el Paseo del Prado, la Manzana de Gómez, el Palacio Presidencial, el edificio Bacardí, en La Habana sino también Gramercy Park, Quinta Avenida, Greenwich Village y el Central Park en Nueva York; el museo del Louvre, los Campos Elíseos y el Boulevard Haussmann, en París; la plaza San Marcos, la Giudecca, la isleta de San Giorgio, el puente Rialto, en Venecia; y Trafalgar Square, South Kensington, Hyde Park, Picadilly Circus, en Londres. Sobre estos abundan las definiciones de sus ambientes y atmósferas, su arquitectura e interés urbanístico, más el goce y placer de visitarlos aunque fuese rápido como suelen hacer los turistas.

Hacia el final, Coyula reserva sus páginas para expresar su más ardiente nostalgia por El Vedado, que fue el más significativo ambiente urbano construido durante la década de los 50 y los 60. Le dedica tiempo suficiente a La Rampa y a los distintos edificios y servicios que ofrecía ese conglomerado de manzanas que la componen: el vestíbulo de hotel Habana Libre, el hotel Capri, el edificio Radiocentro (hoy ICRT), la heladería Coppelia, el club Pico Blanco, el restaurant Monseigneur, en tanto vestigios de una atmósfera rica vivida, contrapuesta a ciertos alardes modernos recientes de diseño arquitectónico y urbanístico  que, ni por asomo, alcanzan el esplendor de aquella. …”Vean qué modernos somos, ya tenemos un Trade Center, pero la maldición sobre el malvado conde Barreto, su ataúd arrastrado por un diluvio en medio del funeral, parece que sobrevive en sus tierras” subraya ácidamente Juan Pedro y Baró.

Mario Coyula murió un año después de haber entregado esta última edición a imprenta aunque ya había disfrutado de una primera en España, 2011, por la editorial Espuela de Plata y la primera en Cuba por la propia editorial UNION, 2013. Me atrevería a decir que en él encontramos una suerte de catarsis o testamento ideológico pues condensa muchas de sus preocupaciones e ideas en torno a la arquitectura, la ciudad, los valores culturales y morales, las revoluciones y sus liderazgos, los políticos, los goces materiales de la vida… en fin. Nos sorprendió a todos los que lo conocimos pues no imaginaba que guardaba celosamente este as literario en su manga (solo disfrutado por su esposa, Marta Aquino, quien participó celosamente de su preparación con sugerencias y críticas ineludibles) pero tampoco extraña siendo como era: un hombre culto y apasionado por todo lo que ocurría en el universo sin dejarse arrastrar por las modas imperantes de cada momento de nuestra historia y cultura ni por los seductores embates actuales de tecnología y digitalización.

Es un libro que pudiera resultar no todo lo atrayente para ciertos sectores de público, más acostumbrados a que “sucedan cosas” en cualquier narración. Su significación es alta en el plano de la cultura cubana, más que en lo estrictamente literario pues nos pone a pensar en una enorme variedad de asuntos y problemas cercanos a todos nosotros. De estos raros ejemplares se nutre honda y verdaderamente cualquier literatura.


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