A propósito de Se va la vida, me lo dijo y lloré


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El hombre, desde que nace, tiene en su cabeza miles de preguntas que nunca, nunca, llega a responderse. Algunas de ellas nos las hemos hecho, cuando menos, una decena de veces, en momentos que van desde los más alegres hasta los más trágicos y terribles. Todos compartimos un mismo sentido, un mismo escalón en la gran escalera de la vida, la que subimos o bajamos en dependencia de los grados o niveles decisorios que esta tenga.

Gracias a estas interrogantes, la filosofía nos ha dejado un camino de pistas y señales que nos han hecho reflexionar sobre el todo; sobre ese gran espacio que nos rodea y nos integra y que forma parte invaluable de nosotros mismos.

Siempre que me enfrento como público, tutor u oponente de una tesis o de una exposición que aborda un tema como este, me pongo a pensar en los cambios que se producen dentro de cada uno de nosotros. A partir de los dieciséis años, esas preocupaciones se vuelven constantes y terminan por convertirse en el fundamento del conocimiento de la realidad y de la experiencia inmediata, y también de la existencia propia. Y este caso no va a ser la excepción, aunque para Carla María Pérez Delgado, los problemas existenciales se concentren en un espacio tan subjetivo como las Artes Visuales.

«Para los existencialistas el hombre es una realidad completa inacabada, con conciencia y libertad, cuyo destino es hacerse y realizarse en medio de múltiples contradicciones de su propia vivencia, lo que le engendra la incertidumbre y la angustia frente al absurdo, al fracaso, lo misterioso y lo inexplicable de su propia existencia». Con esta cita, Carla María, marca el inicio de un ejercicio reflexivo en el que, con total libertad, afirma o refuta los más variados puntos de vista.

Sin pretender ser Kierkegaard, Heidegger, Nietzsche, Sartre o Jasper, la artista nos propone sus conclusiones, amparada en la filosofía de la vivencia y de su vida. El dilema existencial, la eterna lucha entre ese interior rebelde y lo ajeno; lo externo que comienza a invadir lo más sensible y corpóreo de nuestras experiencias. Por el contrario de lo que cualquier neófito pueda intuir, esta no es una obra moralina, sino una ventana al entendimiento personal de la artista, quien sin renunciar a su fe, reflexiona sobre su vida, haciendo un paralelismo con aquellas etapas que la han marcado y que constituyen hoy un punto de inflexión en su camino, pero sin restarle importancia a la trascendencia, a lo que es y a la razón, algo que como sentencia, queda enunciado en uno de los párrafos de su fundamentación: «El amor es el principio de nuestra existencia, así como también es el fin». Y en tal sentido, Carla María continúa indagando en su yo interior, como principal elemento de búsqueda de esa verdad, accionando diversos resortes visuales que aluden a su representación más conocida, dejando solo para los más atentos, un reflejo de lo que para ella constituye su nueva identidad.

Esta es una obra totalmente autorreferencial; tanto que la artista convierte su vida en el centro visible y dialógico de su existencia, mostrándola sin recelos, sin temor a dejarnos ver sus recuerdos, sus ilusiones, sus desencuentros y sus sueños, la más tácita, la más visible, la que nos marca y nos expone. Nos hace pensar en la muerte, en la fragilidad de la existencia, en la temporalidad, en la libertad, en el amor, en la subjetividad y la autenticidad, en la conciencia, en el aislamiento social y en la introspección. Pero Carla lo hace sabiendo que puede, de esta manera, vencer sus demonios —los que todos tenemos por dentro—, para salir, una vez más, victoriosa. Y esta es una de las moralejas de Se va la vida, me lo dijo y lloré, exposición que marca un punto de giro en la vida de la artista: muchas veces lo importante no es ganar sino salir adelante.

No voy a hablarles de lo difícil o de lo fácil que ha sido para ella realizar este proyecto. Tampoco los muchos momentos de discusión profunda y de revisión en que se vio inmersa. Esos ratos —más buenos que malos—, quedan en su memoria. Lo importante, ahora, es ver como Carla, asumiendo la estética existencialista, como si fuera Camus o De Beauvoir, nos hace un llamado al objeto de la representación artística, como parte de ese proceso de «iluminación de la existencia», pero sin caer en los estereotipos de la irracionalidad del individuo. Por eso nos muestra esas «facetas sombrías» de su vida —esos momentos aciagos que a veces queremos olvidar y que forman parte inseparable de nuestra consciencia—, como advirtiéndonos a no rechazar ninguna de ellas, pues al final, no son más que las marcas de nuestra experiencia.

Para los que temieron encontrarse con un ejercicio puramente de fe, puedo asegurarles que no hay acto más subjetivo que la revelación de nuestra misma existencia. Mirarse por dentro, revisarse cada tramo de sí, buscar desprejuiciadamente esa verdad interior, es el acto final al que nos conmina esta exposición. Carla María lo ha logrado. Ella ha aprendido que, sin traicionar sus convicciones, uno puede saltar las barreras del miedo y del silencio.

 


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