24. Festival: Soñando con el Don de la ubicuidad…


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24. Festival: Soñando con el Don de la ubicuidad…

Cada vez que aparecen en nuestra Isla los Festivales Internacionales de Ballet de La Habana, los amantes de este arte sueñan con alcanzar el… don de la ubicuidad, para no perderse nada de lo que acontece en los escenarios, que son como inmensas pantallas desde donde se alcanza lo mejor de la danza internacional, y nuestra. Las once jornadas de esta edición 24. no han sido una excepción.

De estos últimos días se rescatan recuerdos, efímeros, de lo que ha acontecido en los teatros habaneros, para que el lector pueda tener, aunque sea, un mínimo  de información (comentada) acerca de este foro, que resulta un encuentro único y original, desde donde los participantes, como en un potente lente —regalado por los organizadores— pueden alcanzar obras, intérpretes y compañías llegadas de los más variados confines del orbe, en pocos días y sin levantarse de sus butacas…

El teatro Mella ha anidado, en su escenario, el quehacer de importantes agrupaciones y solistas que cruzan con una carga de originalidad, dejando estelas de muy buen gusto, excelente quehacer danzario, y, sobre todo ganas de seguir disfrutando lo que allí acontece.

Los estrenos se suceden también en estas jornadas signadas por el movimiento. Uno de ellos caló hondo en el auditorio y vino de la mano de una agrupación, que cada vez que aparece en las tablas deja huellas: la Compañía Irene Rodríguez. Aldabal, fue la propuesta para marcar la tarjeta en el Festival. Coreografía de la inspiración de la propia directora y bailarina surgida a partir de frases de un poema de Sara de Ibáñez que la marcó: Tengo los brazos caídos/convicta de sombra y nada/, un olvidado perfume/ muerde mis manos extrañas/, pero no puedo cerrar/ las puertas y las ventanas/,  y he de salir al camino/ a ver la muerte que pasa… A partir de esta premisa, y con el carisma que acompaña al grupo, liderado por la pasión que acompaña a Irene sobre las tablas —transmitida luego al resto de la agrupación—, pasó con éxito, en poco más de 10 minutos, transformando la lírica en arte danzario del bueno.

Siete puertas como única escenografía para siete excelentes bailarines, una música (fusión de ritmos flamencos y nuestros), luces que descubren fantasmas/siluetas y traspasan fronteras visuales, y ese decir escénico de alto calibre bastaron para triunfar en la escena. Todo ello “aderezado” con una técnica precisa que permeó una pieza donde las castañuelas (excelente trabajo sonoro), fueron también protagonistas, porque con ellas se alcanza estremecer la puerta (vida) con esa aldaba que, como metáfora lírica, abre caminos, y nos enseña el largo recorrido de la existencia humana…

La pareja integrada por Alicia Amatriain/Alexander Jones (Ballet de Stuttgart) mantuvo los grados bien altos en la función, cuando se movieron en la coreografía Mona Lisa, de Itzik Galili. Al compás de una música mecánica, sus cuerpos (dúctiles al máximo) se amoldaron a la perfección con sus movimientos para seducir al auditorio que coronó con fuertes ovaciones una entrega diferente y actual. De un extremo a otro corrieron las obras. La nota de lirismo la regalaron el cubano Javier Torres (Northern Ballet) y Carolina Agüero (Ballet de Hamburgo) cuando se unieron en la sutil pieza Otelo, de John Neumeier. Con un vocabulario expresivo de alto nivel: imaginación, y creatividad, el autor todo lo toca con la interiorización de un mensaje estético traducido por intérpretes idóneos. Es danza, teatro sin palabras, expresión corporal puestos al servicio de ideas rectoras. Grettel Morejón nuevamente espléndida y el ágil Rodrigo Almarales (Ballet de Cincinatti) unieron fuerzas y buen baile para dejar al público deseoso de prolongar los breves instantes de su paso por la escena en el pas de deux Las llamas de París con los que conquistaron al público. Por esta cuerda paseó también el muy joven dúo del Ballet Nacional de China: Qiu Yunting/Wo Sicong en El corsario, en el que se desenvolvieron con soltura, siendo ella superior en técnica al componente masculino. El relato, una interesante pieza de la bailarina Regina Hernández que dejó gratas huellas en el reciente Taller coreográfico del Ballet Nacional de Cuba (BNC) y donde expone sus venas creativas, marcó otra agradable estela en la jornada. Por esa cuerda se mantuvo Sinergia, de Luis Serrano por el BNC, pieza de estreno en Cuba en cuyo planteamiento coreográfico, lo clásico y lo contemporáneo tratan de establecer un armónico diálogo, que se alcanza en el quinto movimiento con la fusión de ambos. La vitalidad de la música (excelente banda sonora firmada por David Beal, David Beacon y Lindsay Jehan, Claude Challe y Greg Ellis/Van) realzan las cinco escenas, aunque en algunos instantes, pero dada la premura de los montajes/ensayos, y el cansancio que ya va haciendo mella en los bailarines de tanto bailar en estos días sin descanso, se observaron ciertas fisuras en el desenvolvimiento de algunos intérpretes, lo que no quiere decir que restó energía y ganas de hacer.

Un Lago para el recuerdo

La primera bailarina Viengsay Valdés mostró una notable madurez en el difícil doble papel de Odette/Odile, de El lago de los cisnes, en una función del clásico en el coliseo de Miramar. En un instante esperado, en el que el bailarín ucraniano Iván Putrov, quien fuera solista del Royal Ballet, compañía con la que apareció en la Isla en el 22. Festival, acompañaría a la bailarina cubana como el príncipe Sigfrido, no logró superar las expectativas del público asistente a la función que esperaba más en su interpretación, dada la notoriedad exhibida en su currículo. Más allá de una clásica presencia acorde con el personaje interpretado, y sus saltos, el bailarín free lance poco pudo mostrar en el resto, aunque hizo un notable esfuerzo —a veces no del todo fructífero—  por acompañar en su dimensión a Viengsay Valdés.

Ella durante toda la función acercó un personaje bordado hasta el último detalle, siendo característica fundamental el trabajo de brazos (port de bras). Mesurada, inteligente, con una sensibilidad siempre a flor de piel paseó su actuación. Hermosos arabesques, balances, giros precisos... Viengsay creó un personaje creíble, pero sobre todo, de enorme vitalidad. Ese es otro detalle del clasicismo, la sensación de que quedan fuerzas en reserva y que, como dicen los ingleses: “no todo lo bueno está en el escaparate del establecimiento”. En su Odette no hubo disonancias. Su técnica, rayana en la perfección, fue medio y no fin. Ahí demostró la coherencia de su desarrollo artístico, y tejió, a manera de una filigrana, hasta el último detalle el cisne blanco. Su Odile fue inmensa, y guardó para la coda muy buenas cartas, en especial el giro infinito al iniciar la serie de fouettés combinados, los piqués, y el desplazamiento a lo ancho del escenario en arabesque sauté (la conocida vaquita), que desató fuertes ovaciones del auditorio.

Jornada en la que destacaron también, con su peculiar manera de enfrentar ese papel, Serafín Castro (bufón), los cuatro perfectos cisnes (Amanda Fuentes, Mercedes Piedra, Massiel Alonso y Mayrel Martínez). Así como Aymaro Vassallo e Ivis Díaz en un trabajo muy sincronizado en los dos cisnes, amén del toque de distinción de la reina madre (Carolina García), la personalidad que aporta Alfredo Ibáñez al Von Rothbart y el baile de Grettel Morejón/Camilo Ramos en la danza española… Por supuesto, otro aplauso sonoro merece ese cuerpo de baile que no ha descansado en este Festival, y a la buena labor ofrecida nuevamente por la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la batuta del maestro Giovanni Duarte.

Una noche de recuerdos

Cada vez que asoma, en la escena, una pieza extraída del tiempo en el repertorio vasto del BNC bailan los recuerdos en las tablas, y en la mente de los espectadores que pudieron vivir otras épocas. Algo acontecido con algunas piezas que colmaron otra feliz función de la sala Avellaneda el pasado miércoles.

De uno de los más grandes coreógrafos cubanos: Iván Tenorio (Premio Nacional de Danza, 2007), quien acaba de fallecer en pleno Festival; el maestro que legó obras altas donde se regodeaba en la estrecha relación entre danza/teatro, como esa tragedia lorquiana que exhala intensidad escénica: La casa de Bernarda Alba, o en la que apostó por el diálogo fascinante entre la tradición clásica y los ritmos afrocubanos: Rítmicas, así como Estudios para cuatro, Cantata (su pieza cumbre…), entre muchas otras, llegaron esa noche escenas de su Hamlet. Un trabajo sobre el clásico shakesperiano que, dentro de una traslación bastante literal de la obra, resulta un espectáculo que logra eficacia comunicativa a partir del uso de términos no convencionales del llamado ballet moderno. En esta ocasión fue recibido con la carga de profesionalismo que lo anima y el aprovechamiento de las dotes técnico-interpretativas de las figuras utilizadas, en primer lugar, Javier Torres quien pleno de recursos permeó, con su sensibilidad histriónica, el personaje de Hamlet, así como Anette Delgado (Ofelia) y Camilo Ramos (Laertes). Un grato instante que recordó a un creador esencial cubano que seguirá habitando nuestros escenarios con sus obras.

Las sílfides, constituyó otra buena selección para reconocer la calidad del BNC en  esta joya de pureza neorromántica, que cuenta con montaje sobre la versión original (1908) de nuestra Alicia Alonso. La obra vibró esa noche, en primer lugar, por una Yanela Piñera segura y plena en el difícil estilo fokiniano, tanto en el Nocturno como en la Mazurca  y pas de deux, quien marcó el paso para que todo marchara a la perfección A su lado, Ernesto Alvarez asumió El Poeta con lirismo/elegancia, así como Ivis Díaz (hermosa en el Preludio), y Lissi Báez que con su clásico quehacer insufló de belleza estética y perfección al espectáculo, que el cuerpo de baile terminó de bordar. La noche puso punto final con Dido abandonada, donde destacó particularmente una Sadaise Arencibia radiante, que conquistó el público con su singular presencia en la reina de Cártago, excelentemente secundada por Arián Molina y Alejandro Silva, en Eneas y Jarba, rey moro, respectivamente.

Las estrellan también brillan en la tierra

Una función perfecta, en la que asomaron por la escena variadas coreografías/tendencias que matizaron esa noche de diversos sentimientos signados todos por el buen bailar. La destacada bailarina argentina Paloma Herrera (American Ballet Theater) volvió a desatar fuertes emociones sobre las tablas motivada por el enérgico Chaikovski pas de deux. Pieza que la acercó junto a Gonzalo García (New York City Ballet) para dar cuenta del estilo que definiera su coreógrafo. George Balanchine: limpio diseño espacial, exigente técnica de puntas, la explotación de las posibilidades geométricas de la danza… No hay una historia de que contar, son la belleza del movimiento por el movimiento y la exhibición técnica lo fundamental. Sus intérpretes bailaron con brío y se ganaron uno de los aplausos más sonoros.

A lo largo de una serie de breves entregas admiramos el desempeño de la juvenil Grettel Morejón —con muy buen paso en este Festival— y el dúctil Serafín Castro quienes delinearon, con muchísima intensidad, el lírico trabajo Nous sommes, de Jimmy Gamonet de los Heros, que fue ovacionado hasta el delirio como recompensa. Algo que tocó también a la interpretación de un dúo ya perseguido/admirado por el público cubano en este encuentro —por la calidad y originalidad de sus trabajos y su baile: la pareja integrada por Alicia Amatriain/Alexander Jones (Ballet de Stuttgart) en Holberg pas de deux, original planteamiento escénico que sugiere formas sumamente plásticas en el movimiento regalando una nota refrescante al concierto.


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