Se llama capitalismo


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 Imagen destacada: Dary Steyners.

LAS CARABINAS DE POCHO

 

Sus propios autores afirman que detestan una expresión como la de “Tercer mundo”. Pero lo cierto es que acabaron imponiéndola. La usaron por primera vez en 1956 para llamar la atención sobre el hecho de que los países involucrados no eran ni socialistas ni capitalistas, ¿Qué significa eso? ¿Que eran inclasificables? No. Eran distintos, simplemente, sobre todo en lo que respecta a sus niveles de desarrollo y de influencia. Es obvio que unos y otros no podían medirse con el mismo rasero. Los Estados Unidos, por ejemplo, tenían a la sazón una renta nacional per cápita de 2 450 dólares, mientras que la renta de Marruecos –pongamos por caso— no llegaba a los 130. Y el nivel de influencia política de los Estados Unidos abarcaba la mitad del planeta.[1]

Entretanto, el creciente proceso de descolonización, sin alterar las relaciones de dependencia, iba haciéndolas cada vez más diversas, aunque el imperialismo siguiera siendo el factor clave del subdesarrollo de los países dependientes (el ejemplo más escandaloso era la India). Pero la relación inversa resultaba ser innegable como relación recíproca. La periferia dependía del centro, pero el centro continuaba siéndolo porque podía contar con una periferia que garantizaba los suministros necesarios. Ahí estaban el petróleo, el cobre, el plomo, el zinc, el manganeso y los fosfatos, además del hierro, la bauxita, el azufre y las piritas… Del otro lado se ofrecía la mano de obra barata y, por supuesto, la posibilidad del consumo suntuario abierta a las exiguas minorías: los perfumes, las perlas, las telas…

En lo tocante a información, los “nuevos Estados orwelianos” contaban con impresionantes equipos de apoyo, vastas redes electrónicas atendidas por ingenieros, matemáticos, estadísticos e informáticos que se ocupaban de mantener sobre su clientela una estricta vigilancia.[2] La etapa que va de Foucault a hoy hizo del tema un lugar común. El capitalismo alemán, como poder totalitario, contó con el apoyo financiero de empresarios, banqueros, industriales, el gran capital… Se llamaban Bayer, Opel, Agfa, Siemens, Telefunken. Con esos nombres los conocemos. Están ahí entre nosotros. Son nuestros automóviles, nuestras lavadoras, nuestros artículos de limpieza, nuestros radios despertadores, el seguro de nuestras casas, la pila de nuestro reloj. Están ahí, en todas partes, bajo la forma de cosas. Nuestra vida cotidiana es la suya.[3]

Hay cosas ocurridas ayer que me remiten vívidamente a un tiempo que pudiéramos llamar “remoto”. Me refiero a la década del setenta del pasado siglo. Sobre eso dejé constancia años después al constatar que se estaba produciendo en América Latina una contraofensiva reaccionaria que pretendía dos cosas: establecer regímenes fascistas y neutralizar las posiciones de la intelectualidad progresista latinoamericana.[4]

En ese horizonte no había vuelto a aparecer la perspectiva de cambios radicales hasta el triunfo del sandinismo en Nicaragua. Pero era obvio que había que estar atentos, no a la perspectiva de la revolución, sino a la perspectiva del cambio. Dentro de esta perspectiva suelo pensar en Cortázar como ejemplo paradigmático del intelectual que tendió un arco de pasión y lucidez entre las dos únicas revoluciones triunfantes del período, la cubana y la sandinista, separadas entre sí por un lapso de veinte años.

No hay ventas sin ideología de mercado, no hay mercado exitoso sin propaganda. En nuestra historia los nexos entre la acción y la ideología pueden detectarse desde los tiempos de Hatuey, en lo que alguna vez se me ocurrió definir como “la conexión quisqueyana” de la historia de Cuba. Desde entonces la acción de las armas se vio acompañada por ese tipo de manipulación ideológica que el historiador Emilio Bacardí llamó las dos grandes hipocresías del régimen colonial, el Patriotismo y la Fe. En estos espacios es fácil caer en la tentación del Destino. Todo fue así porque tenía que ser así. Pero parece más lógico hacerse preguntas. ¿Cuál hubiera sido nuestra historia si Céspedes no se encuentra con Marcano en su camino a Bayamo? ¿Y si a Donato Mármol no se le ocurre la peregrina idea de cruzar el Cauto para detener el avance de Balmaseda?

De estas inquisiciones me separo para concluir con un conmovedor ramalazo de poesía coloquial, el que Retamar lanza a propósito de las dudas que sufrió, todavía en la etapa insurreccional, toda su generación: “Nosotros, los sobrevivientes, ¿a quiénes debemos la sobrevida? ¿Quién se murió por mí en la ergástula? ¿Quién recibió la bala mía, la para mí, en su corazón?”. En una etapa posterior, el poeta describe el estado de ánimo de sus esperanzados colegas moviéndose “entre la certidumbre de que todo es una gran trampa, una broma descomunal…y la esperanza de que las cosas pueden ser diferentes, deben ser diferentes, serán diferentes”. ¡Qué situación! ¿Era mucho pedir?

Reclamos

No resisto la tentación de concluir con la arrasadora batería de preguntas que un miembro de la oposición chilena acaba de dirigir al otro bando, un bando que tal vez no se haya repuesto aún del golpe que significó el choque con aquella masa de pueblo (el ochenta por ciento de los electores que votó contra ellos en la Convención Constituyente). Dijo allí el atrevido retador (Ariel Dorfman) que no querían “una república excluyente”, sino una república “igualitaria, democrática y digna”. Pero que había que estar preparados para lo que viniera, porque ciertas cosas no podían dejar de hacerse. Cito textualmente: “Las aguas, por ejemplo, ¿son un recurso privado, transable, o pertenecen al conjunto de los chilenos? Las mujeres, ¿van a seguir siendo víctimas de la violencia? Los jóvenes no pueden ser discriminados. Los viejos no pueden pasar sus últimos días en la miseria. No podemos tener educación y salud de segunda clase para la mayoría de los ciudadanos. Hay ciertas cosas que son básicas y, sin esas cosas, no tenemos un país de verdad.”[5]

Me permito añadir otro comentario a lo dicho por Dorfman: “Más claro, imposible”. Eso es todo.

 

Notas:

[1] Cf. Pierre Jalée: El saqueo del tercer mundo. La Habana, Instituto del Libro (Col. Polémica), 1967. Original publicado en la colección “Cahiers Libres”, de Francois Maspero (París, 1965).

[2] Cf. Ignacio Ramonet: El imperio de la vigilancia. La Habana, Instituto Cubano del Libro / Editorial José Martí, 2016.

[3] Cf. Marcos Roitman Rosenman: “El gran capital no distingue…” (Tomado de La Jornada, sept. 22, 2021.)

[4] Véase el folleto que publiqué con Luisa Campuzano en el Centro Juan Marinello (La revista Casa de Las Américas: un proyecto continental. La HabanaCentro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2001.

[5] Fueron dichas en un acto de homenaje a la memoria de Orlando Letelier y Ronni Moffitt.

 

Tomado de Cubaperiodistas


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