Los mitos de los escritores


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Uno de los primeros mitos de la literatura occidental en la modernidad se debe al novelista francés Gustave Flaubert, con Madame Bovary, publicada en tres partes y por entregas en La Revue de Paris durante 1856. Su aceptación radicó, entre otros motivos, en el hecho de presentarse bajo una lectura interrumpida por la espera excitante de su continuación en sucesivos números de la revista. El tema marcó una transición entre el Romanticismo tardío y un realismo despojado de épica en un siglo saturado de batallas, y la obra se convirtió en paradigma de novela que revelaba un secreto a voces: “Las satisfacciones del cuerpo y las de la cabeza no tienen nada en común”.

 Flaubert fundaba un canon para sociedades que estaban eliminando a la aristocracia en su dimensión real ─económica y social─, más allá de su valor simbólico ─ideológico y político─; las clases sociales se describían como eran y se ponía en evidencia que la neutralidad de la escritura era falsa. Desaparecía el ideal de la Revolución Francesa de “Libertad, igualdad, fraternidad”, válido para los burgueses y no para los descamisados que tomaron la Bastilla. El narrador posiblemente escribió la primera novela moderna o de la modernidad; su obra principal desenmascaró de manera artística hasta dónde llega la penetración del capital en el seno familiar, pero todavía de una manera muy ingenua. Quizás esto último Flaubert no lo sabía, pero Carlos Marx sí.

El rostro literario del mito más intolerante y fanático que generó la masacre de la Primera Guerra Mundial se expresó en la vida y la obra del poeta, ensayista, músico y crítico estadounidense Ezra Pound, estudiado dentro de la llamada “generación perdida”, un grupo de exitosos escritores norteños radicados en París por los años 20, entre los que se encontraban también William Faulkner, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Sherwood Anderson, Francis Scott Fitzgerald...

Pound intentó rescatar la poesía antigua y someterla a una poética occidental moderna. Vivió en Londres, París e Italia. En la primera ciudad, estudió lenguas y poéticas arcaicas, fue secretario y amigo de Yeats, y se incluyó en el movimiento imagista, caracterizado por su experimentación con la metáfora y la precisión y claridad del lenguaje. En 1920 se trasladó a París y allí se convirtió en un agitador surrealista, amigo de Marcel Duchamp, Tristan Tzara, Fernand Léger y figuras dadaístas, además de ser un revoltoso en los ambientes literarios. A partir de traducciones, no siempre muy fieles, pero sí raras ─entre ellas las de Confucio─, exhumó poéticas milenarias y lo mismo importó la cultura Noh japonesa que rescató a poetas provenzales. En 1924 estaba en Rapallo, Italia, y admiraba con entusiasmo a Benito Mussolini, el fascismo y el antisemitismo.

Pound comenzó a recibir homenajes, especialmente por sus aportes en el descubrimiento de un nuevo temperamento de la poesía, una mística de la perfección muy apreciada en Europa; de esta manera, tributaba al oculto elitismo del populismo fascista italiano. Había iniciado en 1904 sus fabulosos e irregulares Cantos, “obra en progresión”, y todavía en 1959 les añadió nuevas secciones. Apasionado propagandista de Mussolini, se convirtió en mito para una parte de los seguidores del fascismo, y para admiradores de su obra no conocedores de la política. En 1945, cuando los partisanos lo arrestaron y terminó encarcelado en un campo de prisioneros en Pisa ─allí insertó a sus Cantos una sección de profunda meditación sobre el desastre europeo─, muchos lo despreciaron y cayó en el más deliberado olvido. Juzgado en Estados Unidos por traidor, logró ser declarado demente e internado en un manicomio, donde permaneció entre 1946 y 1958. Al regresar a un castillo en Italia propiedad de su hija, estuvo a su cuidado hasta morir en Venecia, en 1972. Ezra Pound fue un mito como salvador del mundo y como traidor a su país. Genio artístico con concepciones pueriles sobre la sociedad, sus Cantos pisanos registran sus mejores momentos.

Antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, las escrituras no inspiraban una mirada esperanzadora acerca de la civilización humana y se iba perdiendo fe en el progreso que representó la modernidad, especialmente entre escritores de Europa Occidental y EE.UU. El realismo mágico fue un recurso literario para expresar la realidad mediante una fantasía inteligente; ya se sabía que la libertad en estado puro no existía y esta se ordenaba en el caos según cada sociedad lo estableciera. Los escritores exorcizaban mitos y procuraban la manera de encontrar la fórmula del éxito, pues parecía que un mundo sin mitos no sería humano. En EE.UU. Hollywood buscaba guiones para fabricar nuevos mitos cinematográficos, hombres triunfadores en escenarios militares o en su democracia, vendida como “ejemplar”; Scott Fitzgerald ganó allí en 1939 un sueldo de 1 250 dólares por semana, pero de sus 9 libros vendió 114 ejemplares, para un total de 33 dólares. William Faulkner tuvo suerte cuando se hizo famoso; Hollywood le pagaba la tercera parte de lo que ganaba Scott, un salario de principiante, pero al publicar Las palmeras salvajes vendió unos 15 000 ejemplares y la Metro-Goldwyn-Mayer compró Los invictos por 25 000 dólares; al recibir el Premio Nobel en 1950, los dividendos se multiplicaron. Muchas veces el mito de los escritores se concentró en lo que vendían o en lo que podrían vender.

Los respectivos mitos del poeta italiano Salvatore Quasimodo y el novelista alemán Heinrich Böll ─quienes habían vivido los desastres más profundos de la guerra desde las posiciones perdedoras─, y la mística de sus obras, se construyó de otra manera. Quasimodo había abrazado desde Oboe sumergido, de 1932, la línea del hermetismo, surgida en Italia antes, con poetas como Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Dino Campana... El hermetismo, que nació buscando la oscuridad para burlar la censura fascista, a Quasimodo le sirvió después para lograr otros efectos y encontrar mayor apertura a sus propias sensaciones, teniendo en cuenta una tradición de antiguos ídolos que nunca destruyó, porque jamás superó su condición de aristócrata. Adaptó el simbolismo europeo a una fuerte tensión de las palabras, en ocasiones detenida en el recuerdo de la infancia, sumándose a otra leyenda: la verdadera patria del poeta es su niñez. Su mito se basaba en ese apego nostálgico, una mística de turbación desesperada por la esperanza. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1959.   

Böll participó en la restauración de Alemania después de 1945, pero con signo inconformista ante el llamado “milagro alemán” y una conciencia en crisis frente al sentimiento de responsabilidad histórica por el nazismo. Vivió en un país escindido desde 1949, pero antes había sufrido mucho con la guerra. Su obra autobiográfica fue la construcción de ese mito de reconstrucción nacional; sentía que la ayuda recíproca, las alianzas cordiales, la solidaridad humana, la íntima compenetración, solo eran posibles, al parecer, si los “asesinos” perdían y se encontraban en una ciudad arrasada: no quedaba más alternativa que ser amigables. Se convirtió en un emblema de la literatura alemana de la posguerra e intentó borrar todo vestigio simbólico del nazismo. Se mantuvo como reconstructor eterno y mordaz, juntando todas las técnicas de la narrativa moderna con altísima sensibilidad. En los años finales de su vida acentuó su compromiso con el pacifismo, pues solo quien haya sobrevivido a una devastadora guerra desde el bando de los derrotados, puede entender cabalmente la significación de la paz, como les ocurrió a los escritores del sur de EE.UU. luego de la Guerra de Secesión. A Böll, que visitó La Habana invitado a una Feria del Libro para presentar Billar a las nueve y media publicado por la Editorial Arte y Literatura, se le otorgó el Premio Nobel en 1972.

La literatura de posguerra indagaba en las causas de la caída de la civilización humana y aumentó considerablemente la desconfianza sobre el progreso ante la destrucción de la esperanza. Se dispararon las cifras de personas depresivas. Haber vivido la primera mitad del siglo XX incluía haber sido testigos o partícipes de antagonismos ideológicos, escaladas propagandísticas y desgarradoras contradicciones morales, religiosas y, por supuesto, políticas.

En esa oscilación del espíritu se labró su mito André Gide, quien del puritanismo pasó al límite de lo “inmoral”, de la indiferencia política a un intenso compromiso, de la participación a la retractación, del ateísmo a la conversión, y de esta, otra vez al ateísmo. El inmoralista, publicado en 1902, fue un estrepitoso fracaso de público, pero después la contradicción que plantea entre lo individual y lo colectivo, entre la moral y la libertad, le garantizó renovado interés. Su obra intentó indagar en el difícil dilema entre el riesgo y la norma: su condición homosexual en una sociedad machista, su posición puritana transitoria frente a ciertas situaciones de su vida, su individualismo burgués bajo la autorrepresión; no quedar bien con nadie alimentó su mito. A principios de los años 30 fue comunista y se desilusionó al visitar a la URSS; logró más fama con Regreso de la URSS, de 1936, pero perdió a sus amigos socialistas y comunistas; vivió en África durante la Segunda Guerra Mundial y recibió el Premio Nobel de Literatura en 1947. Murió en 1951 y al año siguiente la Iglesia Católica incluyó su nombre en el Índice de libros prohibidos.

Otros autores europeos, hacia la década del 50, resultaron mitos efímeros. Aunque sus narraciones les generaron éxito y popularidad, pocos alcanzaron altura estética para trascender, a pesar de que algunos fueron propuestos al Nobel. Dos ejemplos de estos últimos son el polaco radicado en Buenos Aires Witold Gombrowicz y el británico Graham Greene. El primero, por un breve tiempo muy mencionado y casi hoy olvidado, fue un “descubrimiento” para ciertos argentinos por su obra Ferdydurke, publicada en 1937, a contracorriente de la ola de nacionalismos europeos de entonces; de raro humor y desenfadado erotismo, llamó la atención de nuestro Virgilio Piñera, quien al llegar a la capital argentina hizo relaciones con él, quizás porque pertenecía a la vanguardia juvenil, próxima al absurdo de los Cuentos fríos. Gombrowicz, ególatra y contradictorio, mostraba espléndidas idioteces en su obra y alimentaba su “contramito” ─mito, al fin y al cabo─ por no encontrarse cercano al círculo de otro mito: Jorge Luis Borges ─a quien atribuía “ignorancia aterradora” e “inteligencia discutible”─, ni participar en el ritual del salón de Silvina Ocampo. Durante un tiempo fue para Europa un paria solitario y rechazado; cuando lo “descubrieron”, lo subordinaron a Eugène Ionesco.

Greene obtuvo aplausos de público y crítica por su buen olfato para desarrollar temas contemporáneos o “importantes” ─como si esa contemporaneidad o “importancia” constituyeran lo principal en literatura─: la guerra civil española ─El agente confidencial, 1939─, la revolución mexicana ─El poder y la gloria, 1940─, la Viena de la posguerra ─El tercer hombre, 1950─, la guerra vietnamita contra los franceses ─El americano impasible, 1955─, Cuba en el batistato ─Nuestro hombre en La Habana, 1958─, la Argentina de los 70 ─El Cónsul Honorario, 1973─, etc. Publicó mucho, pero sacrificó la intensidad a la cantidad. Ha sido clasificado como “escritor católico” o como “escritor político”: ni lo uno ni lo otro, sencillamente no profundizaba. Por esa ambigüedad lo llamaron “agente doble”. Abusó de esquemas en busca de tipicidades y convirtió al tan falso “color local” en motivo de buena parte de sus descripciones. Su literatura ha perdido vigencia y se ha comprobado que el servicio de Inteligencia inglés lo usó siempre. No sé si alguien podría confirmar que se trataba de un espía, pero el mito de su obra literaria se desvaneció rápidamente.         

En la primera mitad del siglo se alimentó el mito de dos escritores que sin pertenecer a Hispanoamérica ─en la década siguiente se prefirió llamarla América Latina─ influyeron en esta: el español Miguel de Unamuno y el estadounidense Waldo Frank. El primero, erudito vasco de la Generación del 98 y académico involucrado en la política, con problemas con el rey y con Francisco Franco, se había empeñado en salvar la “civilización occidental cristiana”. Racionalista positivista, Unamuno, desde 1913, había dejado huella filosófica con su libro Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, en que esbozó el problema existencial de lo contemporáneo. El segundo, hispanista de familia judía, pródigo periodista y buen comunicador, fue viajero incansable y conferencista muy activo por Latinoamérica; reconocía los valores culturales hispanoamericanos con cierta ingenuidad y se promovió en sus relaciones con personas influyentes como gestores de revistas ─Sur, de Argentina, o Amauta, de Perú─, y eminentes pensadores como el mexicano Alfonso Reyes y José Vasconcelos, o la reconocida poetisa chilena Gabriella Mistral y artistas como Diego Rivera y Clemente Orozco; a pesar de estas relaciones, estuvo alejado del realismo político y del compromiso.

    

 

 

 

 

 

 

Otro mito, por su ensayística, fue el crítico, semiólogo y filósofo francés Roland Barthes. Amante del teatro y graduado de Letras Clásicas, su obra partió de las de Ferdinand Saussure, Louis Hjelmslev, Claude Lévi-Strauss… para incorporarse a las corrientes estructuralistas. La nueva crítica ganó con él un libro de lujo: El grado cero de la escritura, de 1953, y posteriormente llamó la atención con Mitologías, de 1957; ambos textos, entre otros muchos, provocaron una ruptura en los estudios de historia de la literatura y de las relaciones entre el mito y la sociedad contemporánea. Si bien profundizó en el punto de vista social, moral y político de la literatura, él mismo alimentó su mito con otros textos, especialmente una autobiografía con fragmentos anecdóticos y salpicados de reflexiones ingeniosas. Se insertó en la popularidad con sus ensayos literarios, y su producción se ubicó entre las más leídas en los años 60 y 70, bajo la bandera del siempre bien acogido ─especialmente entre los más jóvenes─ pensamiento antiautoritario. Nunca quiso fundar escuela y cambiaba de posiciones a partir de sus resultados: inauguraba la época posmoderna de valores en conflicto.

La escritura dramática ha propuesto sus propios mitos, y lo fue el también crítico, novelista y poeta irlandés Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura en 1969. Solitario, admirador de James Joyce, prefirió vivir en Francia en guerra antes que en Irlanda en paz; con una obra corrosiva, alucinante, minimalista, sombría y antiliteraria, dejó tempranamente un clásico: Esperando a Godot, de 1952, escrita en francés, su segunda lengua, y traducida al inglés por él mismo en 1955. El existencialismo y el teatro del absurdo se unieron para burlarse de los caminos tradicionales: desde entonces, Beckett se convirtió en mito junto a Ionesco, aunque algunos hablaban de “patología extrema”, especialmente después de la publicación de El innombrable, en 1953. Heredero del humor negro y la procacidad de Joyce, en la búsqueda de su identidad encontró la desesperanza y la incomunicación, porque todo era legítimo pero errático. Su dramaturgia, su novelística y sus obras breves están colmadas de “frases célebres” que se repetían entre los jóvenes; a Jorge Luis Borges le pareció aburrido y a Harold Pinter, “valiente e implacable de actualidad”.

   

 

 

 

 

 

 

También en Cuba hemos tenido escritores-mitos cuyas obras se transformaron en una determinada mística, bien por la sesgada educación, no pocas veces maniquea o deficiente, la distorsionada promoción, o por ellos mismos. Mitologías y místicas de esta naturaleza hacen daño o limitan la dimensión del escritor, la capacidad de recepción y la proyección de su obra en la sociedad. José Martí fue el primer escritor modernista de América, además del Apóstol de la independencia y la libertad de Cuba, pero no pocos han pretendido despojarlo de la paternidad del modernismo y adjudicársela a Rubén Darío. Nicolás Guillén no es solo el representante más importante de la poesía negra o mulata, como frecuentemente se le presenta única e intencionadamente, ni tampoco simplemente un “poeta político”, como todavía se enfatiza, sino uno de los más grandes poetas del siglo XX cubano, con una asimilación brillante del legado español y gran variedad de temas emancipadores y estilos renovadores. José Lezama Lima no solo ha sido el más importante poeta de Orígenes y uno de los mayores representantes de la etiqueta europea de “novela neobarroca”, sino un fecundo ensayista y pensador, con uno de los más poderosos y descolonizadores discursos culturales para América Latina. Alejo Carpentier, nuestro narrador insignia ─sin dudas, merecía un Premio Nobel─, no solo ha sido reconocido mundialmente como el mayor exponente de “lo real maravilloso”, sino que la lectura de su obra descubre, desde las deudas de Europa con América Latina, uno de los trabajos de humor más cultos y refinados de la Isla. Desmitificar ayudaría a leer mejor.

 

 


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