Gilda Guimeras: «De una catástrofe general pudiera salvarnos un verso»


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Tengo la grandísima suerte de ser, primero, uno de sus lectores y, segundo, su amigo. La poeta habanera Gilda Guimeras (1957), licenciada en Historia, es también una original voz de la poesía cubana actual. De su cuaderno poético Quien llega a los andenes, (Premio Absoluto de Poesía Tiflos 2016) escribió el crítico Guillermo Rodríguez Rivera: “En esta propuesta la intimidad adquiere una connotación irreal, dulce, transitable, solo comparable con la poesía de Eliseo Diego”. Tal criterio avala el peso de su obra, a la que tendremos que acercarnos una y otra vez.

En una conversación reciente, usted manifestó que su mayor interés era tener tiempo para leer y no para escribir. ¿Por qué?

“Decía aquella vez que durante mucho tiempo mi mayor aspiración había sido tener tiempo para leer; no que fuera mi mayor aspiración ahora mismo.  

Desde que tengo uso de razón, tuve libros a mí alrededor y muy pronto fui consciente de que nunca alcanzaría a leer todo lo que me interesaba. Me recuerdo llevando libros a la mesa a la hora de comer y recibiendo regaños por ello, faltando a algún turno de la secundaria por terminar un libro, leyendo a altas horas de la madrugada. Más tarde, la maternidad, la familia, el trabajo tampoco dejaron demasiado margen a la lectura. Leía en cualquier sitio, incluso mientras cocinaba, y me convencí de que solo después de jubilarme tendría tiempo para leer a mi antojo. No sabía que esa jubilación me iba a llegar de forma anticipada por problemas visuales y que, durante el  período que demoré en acercarme al libro hablado, iba a arriesgarme a escribir mis propios textos. En estos momentos, te diría que siempre deseo tener un rato a solas para sentarme a escribir”.  

El amor, como nexo unificador, la trajo a Guanajay. Cuénteme en qué circunstancias llega hasta este poblado y cuántos lazos le unen con la tierra de María Teresa Vera.

“A Guanajay llego de visita por primera vez en 1977, de la mano de quien desde fines de ese año es mi esposo. Para esa fecha ya conocía varios pueblos del interior y, aunque me encantaba el ritmo de la capital, estaba convencida de que la vida verdadera de nuestro país estaba mucho más cercana a lo que ocurría en estos pequeños núcleos. Me parecían lugares ideales para el descanso, no para establecerse permanentemente; pero estaba el problema de la vivienda, que se hizo más evidente después del nacimiento de mi hijo. Así que, pensando que sería algo transitorio, me instalé aquí y, casi sin darme cuenta, la vida me mostró que también este podía ser mi espacio. Trabajar en un lugar, relacionarte con su gente, sus calles y su historia, te lleva a tener algo de lo que ahora llaman “sentido de pertenencia”, incluso cuando, como en mi caso, el vínculo familiar que me une a él siga siendo, como antes, solo el de mi esposo y mi hijo.

Por supuesto, también está la familia de él que, en alguna medida, se ha ido convirtiendo en la mía y esa especie de familia escogida que son los amigos”.

Pasar de la investigación histórica a la creación literaria de mayor elaboración y estudio como lo es la poesía advierte que siempre anidó en usted atracción por ella. ¿Fue así? ¿Existieron autores que inspiraron su carrera. ¿Algún hecho marcó la arrancada?

“Tal vez la poesía siempre estuvo cerca de mí, en el sentido de tener una cierta visión poética de la vida, de ser capaz en un momento dado de sintetizar en una frase alguna emoción o experiencia, sin otra pretensión que dar o darme respuesta a alguna interrogante. Pero nunca la poesía ocupó un lugar preferente en mis lecturas porque la que en un primer momento conocí, se caracterizaba por una desmesura emocional y de imágenes que me resultaba y me sigue resultando ajena. Eso contaminó un tanto mi idea de lo que era la poesía. Quizás un acercamiento más serio a la palabra y a lo que ella podía comunicar lo tuve muy al inicio de la adolescencia, al escuchar las primeras canciones de Silvio Rodríguez.

A muchos, entonces, les resultaban extrañas, de manera que se le podía ir a escuchar a salas no demasiado llenas. Después llegaron las canciones de Serrat, los poemas musicalizados de Antonio Machado y Miguel Hernández. Si mal no recuerdo, escucharlos me llevó a comprar los primeros  libros de poesía y a leer a autores como Rafael Alberti, Eliseo Diego, Charles Baudelaire, Paul Eluard, César Vallejo, Emily Dickinson, Sor Juana Inés de la Cruz, Francisco de Quevedo y Mario Benedetti. Pero reconciliarme con la poesía que, de todas formas, no era mi género predilecto, no me hizo sentir la necesidad de escribirla. En realidad, no sentía la necesidad de escribir nada. El oficio de escritor siempre me pareció  –y me sigue pareciendo— demasiado solitario e introspectivo. Valerme de la palabra hablada para comunicar conocimientos y experiencias me resultaba mucho más gratificante y realmente disfruté haciéndolo.

Mi primer poema vino a surgir cuando ya pasaba de los cincuenta  y tenía dos libros de cuentos publicados. Quería escribir un relato sobre mi barrio y mis recurrentes sueños con él, pero no encontraba el tono exacto. Un día, sin más, me senté a la computadora y, en lugar del relato, escribí el poema Hay un sueño que siempre. Pocos días después, de un tirón, Parque Trillo. A partir de ahí, sin pensar que terminaría escribiendo todo un cuaderno, supe que iba a hacer poesía”.

Frente a sus poemas uno imagina a una autora rebelde, feminista, volcada a la pasión… ¿Es todo lo contrario? ¿Permite la poesía esconder los verdaderos estados de quien escribe?

“Ya se sabe que un libro puede terminar siendo tantos libros como lectores tenga. Cada cual lee desde sí mismo. Puede experimentar o no determinadas emociones que la lectura suscita. Quizás Quien llega a los andenes (pues mi más reciente poemario, Ante la misma puerta, recién acaba de salir), pueda dejar ese eco en algunos lectores.

Yo lo percibo de un modo diferente. Me parece que, de no llevar impreso el nombre del autor, cualquier persona podría darse cuenta de que está escrito por una mujer; pero no creo que sea un libro feminista. Femenino podría ser un término más exacto, si lo entendemos como fruto de una sensibilidad de mujer y no como colección de asuntos baladíes que algunos no feministas quisieran aglutinar bajo ese término. No veo en él un libro rebelde ni en forma ni en contenido; más bien me parece una colección reposada y, si se quiere, de una sobriedad que se las arregla de algún modo para quedar cargada de lirismo. Eso que encuentras en mis poemas, yo lo suscribiría, aunque solo parcialmente, para alguno de mis cuentos.

Creo que la poesía, más que esconder los estados de ánimo de quien escribe, los revela. Es una especie de desnudo del alma que se realiza cuando se siente la necesidad de hacerlo, aunque ello nos deje expuestos y vulnerables ante las personas que leen. Me parece que ocurre hasta con quienes escriben una poesía hermética, que no es mi caso. Por supuesto, también da la oportunidad de asumir como propios experiencias y estados de ánimo ajenos, vistos claro está, desde la muy personal lente de quien escribe. Lo hago en ocasiones, con mucha más frecuencia en la narrativa; pero también en poesía, y mi libro no está exento de eso”.

Entre la literatura que hace y la que lee, ¿cuántos puntos de contacto existen y cuántas diferencias?

“Partiendo de que leo preferentemente libros que traten sobre problemas del hombre y su existencia, incluidos libros de Historia a los que nunca he renunciado, los puntos de contacto en el orden temático, pueden ser muchos. Sin embargo, no puedo afirmarte que lo que escribo se parezca a determinado libro que haya leído recientemente; pues si ya está escrito y además, bien, ¿qué sentido tiene que yo intente repetirlo? Lo que sí dan esos libros es materia de reflexión, otros puntos de vista, otras formas de hacer que funcionan de mejor o peor modo. Los buenos libros iluminan, te hacen reflexionar, son un alimento necesario para quien escribe. Ahora, sentada ante el teclado, intento simplemente decir lo que quiero. Hacerlo con honestidad y de la mejor manera posible”.

Gilda Guimeras y el autor.

Un amigo común dice que en su municipio tiene la mejor esquina del mundo para poder escribir. ¿Le sucede igual en Guanajay? ¿Bajo qué circunstancias puede nacer un verso?

“No, no creo que Guanajay tenga ese lugar específico porque, en mi caso, si algún sitio lo tuviera, debería estar necesariamente cerca del mar. Como empecé a escribir cuando ya prácticamente no podía distinguirlo, tampoco eso me es necesario. Más que sitio, necesito un momento alejado de las tareas domésticas, la familia, teléfono o visitas. Preferiblemente, temprano en la mañana. Ahora, la motivación, si así vamos a llamarla, llega de cualquier parte, de algo inesperado que nos emociona y estremece o se encuentra dentro de uno, esperando el momento en que se le preste atención para manifestarse. A veces, una conversación, un libro o una melodía pueden ser buen punto de partida para la escritura.

Si pese a todo, tuviera que situar un lugar motivador, para mí sería la cocina. No porque ella sea inspiradora en sí, sino porque mientras cocino, la mente se las arregla para escapar de las cazuelas y, entonces, surgen ideas, imágenes, a veces, versos, que tengo que correr a grabar para que no se pierdan”.

Alejada de ese titilante mundo de la farándula, las luces y el espectáculo… ¿Cómo logra escapar, (si le es posible) de un discurso banal y reiterativo? ¿Ayuda en esto la lejanía?

“El mundo del espectáculo o, más concretamente, el teatro, la música, sobre todo la de concierto, siempre han tenido mucho que ver conmigo. Es una de las cosas, además del mar, que me faltan en Guanajay. Pero no creo que la farándula y las luces titilantes pudieran ayudarme a eludir la banalidad. Más bien, me parece que ellas en sí mismas, pueden contener mucho de banalidad.

Un mayor contacto e interacción con quienes ahora mismo crean desde la capital, seguramente beneficiaría a mi obra. Eso nos falta mucho a quienes vivimos en el interior. Pero la realización, el momento de escribir, precisaría de un cierto recogimiento, alejado de esas luces titilantes que mencionas.

En cuanto a caer o no en reiteraciones, me parece que poco tiene que ver con farándula alguna. La mayoría de los autores, tal y como los entiendo, suele tener uno o unos pocos  temas recurrentes que se ponen de manifiesto a lo largo de su obra. En mi caso, más que la lejanía del mundo del espectáculo, el reto está en mis limitaciones visuales, en la imposibilidad de estar en  sitios en que estuviera de tener menos limitantes. Intento compensarlo escuchando con atención a la gente, conociendo historias, apelando a la memoria y extrayendo todo el provecho posible a las nuevas experiencias. Puede ser un consuelo, pero no deja de ser cierto, que alejarnos de cosas secundarias nos lleva a descubrir o redescubrir cosas esenciales que, de otra forma, pasarían de largo ante nosotros”.

Entre coyunturas económicas, culturales, políticas… miles de escritores en el mundo apelan por defender la poesía a capa y espada. ¿Nos salvaría un verso de la catástrofe? ¿O, quizás, un poco de fe como certeza de lo que se espera y convicción de lo que no se ve?

“De una catástrofe general pudiera salvarnos un verso que convocara las mejores fibras de nuestra humanidad, si la mayoría de las personas lo asumiera como propio. Si les recordara que, por encima de cualquier diferencia, son seres humanos y que una verdadera salvación no puede ser, sino la salvación de todos. Sin embargo, cada vez son menos los que leen poesía y me temo que quienes toman decisiones en el mundo, no son muy dados a ella. En todo caso, un verso, con su luz, junto con la fe, la esperanza y el amor, pueden salvarnos como personas en medio de la catástrofe”.


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