Ciclo Poético de Samuel Feijóo


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El primer cuaderno poético de Samuel Feijóo, El pájaro de las soledades, iniciado en 1937, lleva un subtítulo: «Joven convaleciendo». Los años anteriores de su vida podemos conocerlos por lo que se ha publicado en El sensible zarapico [I], autobiografía y testimonio de una época. A sus veintitrés años, después de una profunda depresión nerviosa que lo tuvo largos meses postrado, empezó a convalecer y, simultáneamente, a escribir. He aquí su primer poema real:

Yo te beso la boca, vida; cielos, yo os arranco.
¡Quiero vivir!
(¡Garganta mía, tierra mía!)

Lluvia, goteando
en un día callado.
Solía temblar la nostalgia
en los árboles verdes, y la noche cantaba
en su fría lluvia.//
Madre, tú en esta noche,
me acariciabas como un niño.
Ay madre, no sabía nada.

Retengamos este modo balbuceante de decir: Volverá. Pero notemos, aún más. Desde el principio, el posesivo: «¡Garganta mía, tierra mía!».

El tema dominante de los que podemos llamar preludios de la poesía de Samuel, desde El pájaro de las soledades hasta Tenue otoño, es la relación entre el yo y el paisaje. No tenemos que descubrir ese tema. El poeta lo declara varias veces. Así leemos en «Poesía»: Yo le invento / a la noche, a las estrellas / las voces / de su ignota lengua; en «Trova»: al morirse la tarde / moría yo; en «Canción»: La Sed mía, la única comunicación con la Vida; en «La amistad»: En sí vigila el día. / El rocío que lo copia / soy; en «Levedad»: Caer en un yo como en un agua que pasa…; en «¿A dónde?»: Esta hora / del atardecer /…/ se irá quedando / rara en mi caudal / que la lleva donde / solo por mí irá; en «Ser», por fin, con plena lucidez:

Yo siento cómo corre
por mí el temblor
del paisaje.

Lo han visto todos;
me lo sombreaba yo.
Nadie era dormido;
aquí lo soy yo.

Se alargaba el río
bordeado de mangles;
el aire era yo.

Cuando caían hojas
las sentí mojadas
de mi río interior.

Segura estancia, años 37 y 38. La identificación del yo con el paisaje se torna volcadura del yo en el paisaje. El río interior «moja» las hojas exteriores. En el hermoso (curativo) encuentro o reencuentro con el hechizo del paisaje, de su belleza ofrecida e ignota, el yo quiere predominar; vencer. Dos desconocidos que por lo pronto (ya dialogarán y lucharán) se aman en el yo:

Te beso, mi paisaje,
porque tú eres ahora la única figura,
la voz que alcanza mi oído,
circundación perfecta de lo mío,

tú y yo unidos: yo contigo;
paisaje yo que se recorre la vida.

Narciso no está lejos: mito del yo adorable (y trágico) cuyo festejado réquiemhabía dicho ya Lezama: Muerte de Narciso. 1937: «Así el espejo averiguó calado, así Narciso en pleamar fugó sin alas»: incorporación del yo al devenir; la fertilidad y el creciente de las aguas rompedoras de su propio espejo. Pero aquí el romántico, el solipsista, el peligroso Narciso no anda lejos: «Como a un lejano espejo / me adornas con luces extrañas» («A la alegría»); «y comprendí que sí, que yo era mi propio espejo, mi condenado sencillo al narciso» («Sobre una piedra», Cabaiguán, mayo de 1945). Por suerte sencillo, por suerte con minúscula.

Por suerte, además, el paisaje está habitado; en el paisaje se embosca alguien que no es el poeta, otro yo, tal vez un ángel o un dios, que se revela a medias, precisamente ocultándose, para salvar de la absoluta soledad, del solipsismo. Buena parte de la poesía mayor de nuestro tiempo —la que tiene por maestros a Baudelaire, Rilke, Juan Ramón— gira en torno a esta angustia: ¿hay, en la naturaleza, en el cosmos, alguien con quien dialogar; algún destinatario supremo de la poesía? Samuel había escrito en su primer cuaderno:

Se canta al árbol,
nadie contesta.
Se abraza al sol
de la tarde que canta.
Nadie contesta.
En silencio
andamos la noche,
su temblor.

Y cantamos
para el que no contesta.

El descubrimiento, en el paisaje, del «camarada celeste», provoca el primer libro importante de Samuel. Lo anterior son preludios, aunque entre ellos figure un poema esencial, el titulado, como tantos otros suyos, «Ser», del cuaderno Apuntes (1939-1945). (Recordémoslo:

No puedo dormir.
Entra, por la ventana,
al cuarto oscuro
un vaho de lámparas blancas.
Ahonda.

Salgo al patio
y la nube del perfume
brilla en la madrugada
de las estrellas.
¡Ah, esta es la hora de la misericordia!)

Camarada celeste es (¿quién podía saberlo cuando se publicó, en 1941?) el único antecedente que en nuestra lengua conocemos de Dios deseado y deseante (1949), de Juan Ramón Jiménez. Del seno del paisaje surge otro yo, otra voz, el «señor del amor», Eros, el amor mismo, con quien el yo del poeta entra en diálogo de conocimiento misterioso, de delicia y espanto —«porque tú tiemblas, tú gimes en la mañana, tú eres de espanto también» Hay deleite, y hay lucha de reconocimiento, agonía, espera, indecisión: el Dios ¿está adentro o afuera? Una vez dice:

Llegará,
salido de mí,
el que sosiegue mi turbia sangre

Otra vez dice;

Te has alimentado de mi espera y mi sombra,
y estás erguido sobre una débil flor.

Otra, por fin:

Esta poesía de sueños ¿por qué se me hace de segura niñez?
No es mía, es de celestes refrescaderos.
¿Es un eco que choca en mi frente de la aurora esperada?

«Tengo que ser y saberlo». Pero la esencia del ser no es una respuesta, sino una interrogación, un «algo más» incesante: «Por mis ojos ve la vida algo más que naranjos, / algo más que la tierra nocturna. Dialogamos con el viento de la noche, / camarada del cielo. Eso que me estremece en calma, ¿qué es? / ¿Cómo lo nombrará mi alma? ¿Qué me llama, hondo y tenaz?». La esencia interrogante del ser y su conocimiento aparta la paz primera: «El poema estaba ayer adentro. / Nos gozábamos y éramos en nosotros solos, sin saberlo. / Ahora puedo ver y hago palabras que no salvan.» El yo se ha separado del paisaje que antes asumía y en el que ahora se revela otro-yo; la palabra se vuelve señal de lo imposible. Diálogo tantálico, con una esperanza siempre: «Quizás el amor borre… Dormir contigo; / y en la noche sentir tu pecho alegre buscarme. / Amarte, sustancia de amor…»¿Cómo no calificar de nupcial y mística esta poesía —tan audaz, espiritualmente audaz, entre nosotros, año 41— sedienta de unión?

Pon tu lumbre
en mi cabeza ciega,
me guíe su calor.
Renueva mi sangre, el camino es largo;
no me hagas olvidar que voy a nacer
allá, fresco y salido,
y que dirás: «Hijo mío, que eras muerto, mira…»

En Lo cubano en la poesía, aludiendo al figurado interlocutor de estos versos, hablábamos de «ángel». Al reeditarlos, el poeta los subtitula «Diálogo con Eros». Eros, en todo caso, cristianizado, cristianísimo, por su dicción y su ser.

¿En qué línea situar este humilde, desarmado libro, sino en la de una mística heterodoxa que, salvadas todas las distancias, desemboca en las Elegías de Duino y en Dios deseado y deseante? El hallazgo poético de un dios de amor que está adentro y está afuera, que se alimenta del yo y le promete liberarlo de sí mismo, que logra la conjunción y el diálogo de espíritu y naturaleza, alcanza en estos poemas una pureza sobrecogedora.

Ciñéndonos a este siglo, desde Arabescos mentales (1913), de Regino E. Boti, la poesía cubana trabajó mucho la forma. El único poeta que ejerció algún influjo inmediato en los inicios de Samuel, Eugenio Florit, logró inspirada perfección en las décimas de Trópico (1930) y en los sonetos de Doble acento (1937). Al hacer su «auto-ficha» de acentos incorporados, Samuel dice: «De Florit el golpe exterior, maravilloso, que dona una música abierta.»[II] Se refiere, sin duda, a ese peculiar verso libre de Doble acento, que baña la página en marejadas amplias y abiertas, y que a veces, con un silencioso impulso que no esperábamos, alarga todavía un brazo más allá del límite húmedo, desmayándose en la seca arena, según escribimos en Lo cubano en la poesía, para añadir enseguida: «Ese verso que se sobrevive, y que a partir de Doble acento Florit abandona., lo va a heredar con fines propios […] Samuel Feijóo, como veremos, en Beth-el y en Faz.»[III] Pero incluso antes de Camarada celeste ya Samuel había encontrado el sello formal suyo, que es el desdibujo, la forma no tanto abierta ni cerrada como ondeante, imprecisamente precisa, imprevisible, más comparable a una nube cuyos bordes cambian continua y suavemente, que a las densas marejadas de Florit; y esto también en las mejores décimas de Jiras guajiras (1937-1939) y en los salteados sonetos que ensaya, hasta que en Violas (1956) nos da una colección antológica de personalísimos sonetos, joyas libres del desdibujo abierto-cerrado-abierto, etcétera. Todo esto sería bueno estudiarlo en presencia de sus dibujos, acuarelas y óleos de los años 40 y 50, en los que hay una equivalente captación de las formas, y la luz, del paisaje cubano. Pero este pródigo de sus letras es avaro de su lirismo plástico de aquellos años, y no sabemos si algún día será posible tener ante los ojos todo el proceso de su obra de dibujante y pintor: Entre tanto, observamos esto: después de Camarada celeste, primera culminación de su experiencia espiritual y poética, viene una serie de cuadernos —Noche, Hado de la música, Alba llama, Media imagen, Errante asilo, Coloquio— en que todo el caudal intuitivo anterior se intenta racionalizar en ejercicios formales y en opciones filosóficas. Se practica, por ejemplo, en Alba llama, la estrofa endecasilábica blanca —con relativo antecedente en las «Estrofas a una estatua», de Florit; o bien, en Coloquio se plantean dos opciones existenciales enlazables: en «Sobre una piedra», lo vimos, la soledad que linda con el solipsismo; en «Dios de niñez», la rebeldía tradicional del joven: Naturalmente me rebelo contra tu azul vano. Mejor es su opción fundamental: Todo mi ser / combate / por su fondo y su fundación. Lo dice, pero ¿lo hace en estos poemas intermedios, transicionales? Hay, sí, un final fuerte:

Sé que tu carro llameador
arrebata al amante por los aires.
He sentido sus caballos de fuego
piafar ante mi puerta gris;
he oído sus cascos levantar el viento;
el fulgor de sus cuerpos ha dibujado mi silueta en las paredes.

No armoniza, sin embargo, con el tono general del poema, ni siquiera con su título: «Nuevo encuentro sin importancia con el mismo Dios». No parte de una intuición primigenia, sino del recuerdo emocionado de unas lecturas bíblicas. El hilo de Camarada celeste parece roto.

Beth-el (1940-1948) lo retoma en grande. Ahora el Dios de la niñez, las lecturas bíblicas, van a dar un fruto orgánico. «El sueño del perseguido Jacob, exhausto, durmiendo con una piedra por cabecera, piedra llamada[«Casa de Dios» (Beth-el)], impresionó sobremanera mi infancia, lectora de la rara leyenda bíblica», dice el poeta. Ese estribo del poema, sin embargo, no lo condiciona mucho. El hilo conductor desovilla las glorias del paisaje en ocasos sucesivos. La velada omnipresencia del yo que lucha con el ángel del paisaje, con el dios de la belleza y la poesía, se revela en ciertas iluminaciones de la lentísima y girante escala: ¿A qué me lleva esa amigable escala / de apacible terneza, larga de misterios? Primer deslumbre —ya en Camarada celeste—, el tema del más: «Bajo esta luz de muerte / más soy que mi delicia, que mi canto. Segundo, el tema del adiós: Piedra roja, crepúsculo, vaga premura […] escala en raro nombre de otros juegos, / espanto melodioso.»¿Por qué espanto? Porque es la belleza del adiós —tema tocado en los preludios, culminante en Camarada celeste— o el adiós de la belleza: «Suspira el tiempo en la rama morada. / Vago lirio desprende su armadura. Lentísimo el yo embebido: Lento estoy […] copa llena de tiempo / bebo tibio, lento. […] A cada signo me sentiré levantar despacioso / hacia ese rumbo ignoto que forma mis lentos ojos lentamente.» Tercer tema, la caída:

¿Qué ausente música, soledad perdida, peso de luz triste azota mi caída? Caigo
y mi ojo esparce su estupor sibilino.
¿Qué ausencia cubre sobre mí su rostro
y como fuego de furiosos paraísos balbucea
un nombre, un eco, un alarido desgarrador,
un descendimiento interminable?

Ocaso: más, adiós, lenta caída. Qué diferentes y paralelos «Noche insular: jardines invisibles» y «Beth-el». Lezama censura el yo de tal manera que solo subsiste como hostil o desdeñoso distanciamiento.

Samuel lo entrega a la hoguera de hermosura del ocaso, endiosándose en él, dios de la pérdida infinita, que se corresponde con el Tú velado en el paisaje (¡oh Tú, lento cernido!…), más parecido, en el fondo, a Cristo que a Eros:

¿Apartas del rostro sepultado
los maderos, los cruentos huertos, la pintada orla infame, para que la sangre asome
su ojo sacro?

Rostro de Cristo en el ocaso. Y el poeta, que se ha comparado con Jacob («Como Jacob, en fuga por extraña tierra / cansado duermo. Alto / el aire, del invisible asiento / los ángeles moran pabellón desierto»), exclama como Cristo: «Tengo sed, para añadir: He crecido.» Ese crecimiento espiritual es el que le lleva a conocer; después y a través de tan larga búsqueda, que la naturaleza asumida por el yo no es sino la desfigurada casa de Dios, así como en «Noche insular» lo paradisíaco y eglógico se mezcla […] con una atmósfera de castigo, de destierro sagrado, de prisión aciaga,[IV] y ambos poemas terminan con el advenimiento del alba, vencedora de la muerte en Lezama:

Dance la luz reconciliando
al hombre con sus dioses desdeñosos.
Ambos sonrientes, diciendo
los vencimientos de la muerte universal
y la calidad tranquila de la luz,

fundida ella misma al misterio de la muerte en Samuel:

Giro
entre obligadas cuerdas por los gritos
que una luz asombrosa reúne:
ciega música al fin, golpe oscuro del alba
elevando en sus alas misteriosas
el pálido sueño de mi cabecera
que brilla eternamente sobre los restos libres de mi nombre.

En Lezama queda, clásicamente, la luz. En Samuel, románticamente, el sueño: el sueño de Jacob, el de su lucha con el ángel del paisaje-poesía.

Un poema pequeñito y duro como una semilla —«La familia», de Rolando Escardó, que también fue subrayado, soy testigo, por Lezama—, le descubrió a Samuel la dimensión que faltaba a su mundo poético: los otros. El paseante solitario de los campos, que en la primera parte de Faz (1954-1955) canta la revelación trágica de su propio rostro, encarnación del yo que va a la nada como la belleza natural que adora, y que en vano se disfraza de resistencia en el símbolo desértico del cactus, entra en la segunda parte a la comunión de los prójimos.

La segunda parte de Faz es uno de los momentos más grandes de la poesía cubana de todos los tiempos.

¿Cómo habían entrado los pobres, los marginados, los explotados, en nuestra poesía? Centralmente, solo en Nicolás Guillén, pero no como personas concretas, sino como tipos y voces. A los efectos de una poesía social militante, bastaba, máxime cuando la identidad nacional de esa poesía no estaba dada por el rostro, sino por el ritmo. Eliseo, Fina y yo habíamos esbozado algunos retratos de familia y de pobres, gentes conocidas sobre todo en la niñez. Escardó nombra a «madre», «abuelo», Aurora, Olema, Perucho, Antonio, Salvador; Enrique, y tenemos delante una familia pobre cubana (¿pintada ya por Aristides Fernández?), con sus rostros no descritos, con su novela no contada. Es el poema padre de lo que va a ser buena parte de la poesía revolucionaria.

Samuel ve claro que por el ojo de esa aguja puede pasar la muchedumbre de los pobres, uno a uno. De ahí sale la segunda parte de Faz —exteriorista mucho antes que el exteriorismo se defina como tal—, en cuyo centro detenido, suspenso, está el más bello idilio de nuestra poesía contemporánea, y en cuyas líneas la mucha amarga realidad cubana vivida durante tantos años (denunciada con fotos y textos periodísticos en sus reportajes de Bohemia) resucita y reencarna en palabra de amor.

Porque este es el secreto. Decir más creo, sería decir menos. Lo que hay es que leerla, releerla, lo cual se puede hacer perfectamente como si fuera una novela, salvo cuando al final rompen a mugir los toros junto a los viejos cementerios campesinos.

Pocos se percataron de la trascendencia de esta irrupción de los pobres en la poesía lírica nuestra, no obstante que el autor, en la tercera parte de Faz, declara, con entera y entrañable lucidez, su martiana toma de conciencia y de partido:

Lanzado en su valor, entra
en los padres anémicos, las rientes niñas de un solo vestido,
las doncellas de zapatos mustios.
Todo esto simplemente, sin adornos, usual como un pedazo de pan.
Entra en los carreteros y macheteros de la caña, vendedores
de viandas, negros campesinos,
toda la gama del paria, por amor y compañía. Comprende que en ningún
lugar estaría mejor que entre ellos, los amadísimos compartiendo
el dolor y las palabras que despierta el dolor y los semblantes que
el dolor otorga.
La miseria le ha dado un alma melancólica y ardiente; ama más, se ha desnudado
más, más libre queda, más conocedor
de sí y de los otros,
más profundamente es hombre que gira,
más alegre, más ágil, más hombre ahondado.
En las conversaciones de los pobres, en sus habitaciones miserables,
puede ejercer un lenguaje de seducción y fe.
Feliz es con su vida, la situación de ella, su atmósfera, la miseria;
lo acepta todo naturalmente; ha aprendido lo mejor, esto es lo mejor;
no hubiera apetecido otra cosa; ha sido lo mejor;
de lo contrario hubiera muerto engañado;
solo esto es lo ciertamente
verdadero: la pobreza profunda que sonríe recia,
y el desamor y su roto rostro. Él lo ha ganado.

Saludé a Faz con un artículo en El Mundo («Orgullo» por Samuel Feijóo, 21 de octubre de 1956). Le rendí homenaje en la decimosexta lección de Lo cubano en la poesía (1951). Situé dos fragmentos de su texto entre Las mejores poesías cubanas (1959). Pocos hicieron caso.

Faz empieza a escribirse en el año 53, y constituye el mayor testimonio que tenemos del amor de un poeta cubano, después de Martí, a los pobres de su patria. Ese mismo año, en «Palabras del hijo pródigo», escribí: «Me alegra ver al carpintero / que llega con sus finas herramientas / y la grave mesura de su rostro. / Es, además, un hombre que ha sufrido…». Igualmente a oscuras, Lezama, en Orígenes, a propósito del centenario martiano, profetiza: «Tomará nueva carne cuando llegue el día de la desesperación y de la justa pobreza». Es el año del asalto al Cuartel Moncada.

Como después de Camarada celeste, pero a un nivel más profundo, después de Faz viene un repliegue conceptual y formal, representado por Himno a la alusión del tiempo (1954-1958), suite de poemas en estancias de seis versos libres, y Violas (1956), libro de sonetos.

El primer texto del Himno es «Ave del tiempo». Según la nota introductoria, «el Tiempo se inicia en nuestro poema, en el Canto I, con la forma de un ave gigante, cuyas alas, extendidas, cubren un lago (símbolo de lo aislado, rodeado de rocas y nieves, el yo que va a morir)». Extraña simbología, en primer término, porque el tiempo no se presenta como un fluir; sino como una amenaza inmóvil, y, además, porque el yo a su vez se especializa, simbolizado por un fragmento de naturaleza aislada y reflejante, Pero esa naturaleza —remitida en la nota inicial a los días primeros de nuestro planeta— nada tiene que ver con la naturaleza insular que ha ocupado hasta ahora insaciablemente la mirada de Samuel. Incluso su carácter prehistórico cede ante su verdadera realidad, que es puramente simbólica, con tendencia a lo alegórico. De pronto estamos ante una poesía situada en las antípodas de la segunda parte de Faz, una poesía especulativa, visionaria, pero también en gran medida mental, que utiliza los elementos de una naturaleza sin hombre, soñada, pero también en buena medida abstracta, para apresar la desolación de dos personajes solitarios e inmóviles frente a frente: el yo y el Tiempo, el ave y el lago:

El ave extraña, inmensa, cubre el lago.
Ya nunca ha de volar. La alumbran
los anillos en que la luna humea
como pesado disco rojo. Y todo
cuanto enmudece es el inmóvil Tiempo
con las alas extendidas sin deseo.

Un tiempo que no vuela ¿es la eternidad o la muerte?

Después de esta especie de prólogo, que se prolonga en «Noche del tiempo», el poeta reinicia el movimiento de su mirada (entra ya al Tiempo el músico esperado) con un nuevo repaso, ya al nivel de una lucidez que llamaríamos de conceptualización poética, de sus temas de siempre, con alusiones literales a los celestes camaradas y a la faz del miserable, más todo ello centrado por la obsesión del tiempo que le devora. Se trata evidentemente de la muerte, trágicamente ligada, en la tradición romántica, a la belleza y el amor: Es por ello que, quizás con sorpresa para algunos, a propósito de la primera parte de Faz, escribí en Lo cubano en la poesía: «Recuento largo, moroso, trémulo, el canto va ascendiendo en suaves oleadas de casi imperceptible gradación, hasta con detenciones y sabios recomienzos que nos recuerdan las angustiosas delicias de la música de Tristán…[V] No falta la «Canción del poeta a Eros» ni, desde luego, el «Canto a la hermosura de la naturaleza», en el que, sin embargo, la belleza no logra vencer a la desolación (¡Y él ancho del llameante oro del cielo!), o más bien se nutre de ella, pues el elemento fundamental de esa hermosura, la luz (la luz insular nuestra, cantada de tan diversos modos por Luisa Pérez de Zambrana, José Lezama Lina, Eliseo Diego, Fina García Marruz), aquí aparece vuelta sobre sí misma, reposando sin diálogo en el lago del yo ensimismado, que no desemboca:

Y el haz tranquilo de la luz lejana
que se orna a sí misma, se reposa
en el mudo y solo lago, agua rodeada
que, a la inversa del río, no corre a los mares:
sus orillas de limo y foca, con helechos
de tintas sacras, cerrado, de ocultas fuentes vivo.

La luz que se orna a sí misma ¿no es heraldo de la nada?

En el inmenso friso de figuraciones del Tiempo en que las partes de este Himno consisten, quiero señalar un poema menor, que tiene para mí una significación entrañable, «Hogar del amigo», porque ese hogar fue el mío, ese niño fue mi hijo, ese mantel blanco y ese pargo rojo los pusieron en la mesa, para el huésped, mi mujer y mi madre, esa mano que repartió el pan y el vino fue la de mi padre. Yo soy él amigo.

En todo el desolado canto, este es el único rincón caldeado por el cariño, por el calor del amor humano, oscuramente rodeado por los errantes espíritus del desamor. Allí, como alimento, la luz / de la carne agradece estar viva. Y por ello aquí, ahora, todavía, damos gracias.

En un cuartico que le prestó su amigo de siempre, el guajiro Juan Liriano, en el barrio habanero, campestre y marginal de La Güinera, donde juntos disfrutamos tan lindas tardes, escribió Samuel los sonetos de Violas, publicados en 1956. Recuerdo sus manuscritos acribillados de tachaduras, enmiendas y variantes. Samuel estaba en plena madurez, en plena posesión de su mundo y su palabra poética.

Después de las páginas sinfónicas de Faz, de los corales del Himno a la alusión del tiempo, podía darse el lujo de jugar con el oficio en la camerata del soneto, que también se avino, desde sus orígenes, a las gentiles variaciones sobre el tema de la caducidad del amor y la belleza. Nada de neoclasicismo en ellos, por supuesto. Como sonetos «empalomados» los caracterizaba yo, inventando el neologismo para no llamarlos «encabalgados», pues sus versos no cabalgaban unos sobre otros, sino volaban con la suavidad y leve sombra de la paloma, de una rama a otra, dentro del árbol.

En Beth-el había dicho: No sé conformar. Silbo. Ahora le es dable conformar con el silbo, dibujar con el desdibujo, modelar y hornear la copa de su música. Después del Himno grande y desolado, alivian estos sonetos que hacen la pena más íntima, más manual y acompañante. Se puede ser alfarero y aun orfebre del dolor: hay en ello cierta misteriosa piedad, cierta reducción del sufrimiento al tamaño de una labrada jarra, para servir en ella un poco de agua, miel o vino, un poco de esperanza. Siempre el desamado, el sufriente, ha pulido bellas joyas. Samuel amó siempre el ornamento natural, fue discípulo de los caracoles y las polimitas, ellos le enseñaron a pintar versos como ellos, con sus espiras y sus tintes. Aunque esté hecha de pura pérdida, de la sustancia del adiós, la belleza es alabanza: y aún la noche se apoya en el que alaba.

Coge el poeta su tono medio, medido, mediador (Entre el violín y el chelo está la viola / secreteando), y hace una música que, aunque triste, da consuelo, como toda obra amorosa de artesano.

Al cabo de tan vastas exploraciones, ese pulso artesanal, disciplinado, es el que hace posible, cuando la mano vuelve a soltarse por su discurso más espontáneo, textos antológicos como «Tumba con palmas» —grave y coloquial elegía que es lo que primero habría que enseñar a los desconocedores del genio poético de Samuel, y el hondo «Recuento», escrito a raíz de la muerte de la madre, incluidos ambos en La hoja del poeta, que se cierra en 1957. En el cuaderno siguiente, Haz de la ceniza, también figuran dos poemas memorables: «Himno al Pico Turquino» y «El ángel de la trompeta rota». A estos cantos de larga entonación suceden los breves poemas que forman Aves tardías (1957-1958), donde aparece la primera alusión a la lucha revolucionaria, «El tirano»:

Se oyen
disparos
en el valle;
vuelan los pájaros
chillando. ¿Es el
cazador de la paloma
o la tropa del tirano
tras los hombres libres
de los picos?
Enmudecen las ondas.
Alma amarga.
Vivir sin patria
clara
mata.

Inmediatamente después del triunfo de la Revolución, entre 1959 y 1962, el autor de Faz escribe en Trenos sus más violentos exabruptos contra la idea de un Dios que es incapaz de evitar el sufrimiento atroz de los enfermos condenados a muerte («En la noche abierta»), contra la idea de un Dios injusto que, desde luego, no existe. Si el hombre se fabrica un ídolo, aunque sea mental, bien hace en esculpirlo. Dentro de ese contexto, pero en zona aparte, limpia y libre de conflictos teológicos, aparece su mejor poema de tema revolucionario, «A Musiquillo, asesinado por el Departamento de Estado Norteamericano», que con los rasgos personales de quien era ya un maestro de nuestra poesía, se inserta en el lenguaje coloquial, despojado, directo, incluso «exteriorista», que predomina en los jóvenes poetas de este período (ya anotamos sus antecedentes en Escardó y en la imponente segunda parte de Faz). Es, sin embargo, solo un momento, necesario, justo. Vuelve pronto Samuel a su perpetua condición de «caminante montés», que apunta al paso de su interminable deambular campestre y rumia temas suyos y eternos en un diario poético del que son maduros ejemplos Pleno día (1963-1964), Musitaciones (1965-1966), En los deltas oscuros (1967-1968) y Caminos, polvos (1969). En el tercero de estos cuadernos aparece un poema estremecedor, inquietante, inexplicable, impregnado de una atmósfera de premonición y de tragedia, titulado «Song», que nos evoca el tono de alguna inmemorial balada nórdica:

¿Dónde has estado mi hijo de ojos azules?
Esperé por ti y temblaba de frío bajo los árboles.
¿Dónde has estado mi hijito de ojos azules?
Llovía y la lluvia dio hojas a los árboles.

¿Dónde has estado? Porque tus pasos los di una vez,
y tiemblo, hijo mío,
tiemblo, hijo mío, tiemblo, tiemblo;
hijo mío de ojos azules, tiemblo.

El 8 de febrero de 1970 murió inesperadamente la joven esposa del poeta, Isabel Castellanos. La increíble desaparición de aquella maravillosa criatura, almada palma que a su lado se hizo dibujante de genial candor; madre, donadora inolvidable de gracia y de bondad, la única princesa campesina que hayamos conocido, sacudió pavorosamente al poeta hasta las raíces del ser.

Desde su primera juventud, el tema del sufrimiento personal o ajeno fue obsesivo en Samuel, a tal punto que uno de sus más impresionantes apuntes primerizos se refiere, como una especie de sonido del universo, al gemir nocturno y solo del amor; que lo sume en espantosa impotencia. Se titula «Conocimiento de la crueldad»:

En las noches frescas
el eco del cielo
del amor, gime.
Oírlo gemir...
Oírlo gemir y no poder
moverlo; oírlo gemir...

Esa interpretación del sufrimiento como crueldad en estado puro (más allá incluso de las causas sociales que subyacen en la segunda parte de Faz y que se declaran en poemas posteriores al triunfo revolucionario) se mantiene tenaz a lo largo y hondo de todo el ciclo poético de Samuel. Ahora bien, cuando hay crueldad tiene que haber un responsable, que en el caso de la injusticia social ya sabemos quién es o quiénes son, mientras que, en el caso de la enfermedad incurable del niño, del joven, los anormales, etcétera, solo puede sustanciarse mediante acusaciones filosóficas, ¿a quién? ¿A la naturaleza? Pero la naturaleza es, por definición, irresponsable (también de su hermosura cantada por el poeta, y de sus riquezas, y de sus materias curativas).

Por eso el poeta no la maldice, sino que se limita a observar; amargamente, en «El feto»: «Contigo la naturaleza se equivocó otra vez, / hijo. Tu espantosa figura / fue un error. No hay maestro sin falta». En otras de las páginas de Trenos, sin embargo, la emprende contra el único supuesto responsable, que sería, desde luego, el responsable de todas las cosas (también de la salud, de la bondad, del heroísmo, de la hermosura de la naturaleza, etcétera). No culpamos al autor de Trenos de inconsecuencias tan naturales cuando se entra por el camino de la ira de amor en los misterios mayores de la existencia. Él tuvo el valor de mirar frente a frente el rostro de la miseria, y tomar su partido; tuvo también el valor de afrontar con sus solas fuerzas, el abismo del sufrimiento incomprensible. Perdió los estribos, como dice el pueblo, se desbocó, descargó su furia amorosa, su impotencia. Pero cuando el sufrimiento no es el asumido de los otros, sino el encarnado en llaga viva de sí mismo, cuando toca el fondo abisal del dolor y de la absoluta soledad, descubre, y tiene la honradez de decirlo, que más fuerte que el yo y sus razones es el amor inmenso y su locura. Y la locura del amor inmenso es la exigencia, la necesidad de la resurrección del ser amado (como ya lo intuyeron, en diversas formas, Martí y Vallejo).

Y descubre que su verdadero yo es el amor inmenso. Así, en los Versículos escritos por la muerte de su esposa, se aclaran, hasta donde es posible, todos los enigmas que atormentaron al poeta nupcial y místico de Camarada celeste, Beth-el, Faz y El himno a la alusión del tiempo, y se nos entrega la página confesional más profunda escrita por un cubano en lo que va de siglo. Allí leemos:

Cuando esa espada helada penetra la profunda cepa de sus entrañas, y ahonda, ahonda implacable hasta sus últimas y verdaderas ligaduras, brota el conocimiento decisivo del espíritu humano: el amor inmenso se descubre entero, desnudo y vivo en su pureza asombrosa. Sabe entonces que no puede dejar de existir la persona maravillosa asesinada por la muerte a no ser que la naturaleza al dar existencia al hombre de amor inmenso haya creado la mayor de las crueldades, la crueldad gratuita y absoluta. Y si en la naturaleza se halla la crueldad, también le corresponde tiernísima belleza, asombro de los sentidos ligados a ella, ya hambrientos eternos de esa belleza inexplicable, raíz y voz de los sueños del amor inmenso (que la naturaleza ha puesto a vivir en ciertos hombres). […]
Mi amor inmenso obra en mi sangre natural, y fuera de él no hay sueño verdadero mío, ni placer mío, ni edificación mía, ni consolación, ni recuento, ni fuerza, porque no sabría hacer nada vivo fuera de él y de sus sueños, todos. […]
Aunque yo no tenga virtudes personales de santidad ni extenso o poco ministerio de bondad entre la gente, mi inmenso amor; convulso, más poderoso que ese pobre yo mío que mal le sigue, o le corresponde, espera la resurrección de sus muertos amadísimos, con una fuerza que está más allá de todo otro razonamiento u oposición en mí, en todo lo que pueda ser este yo mío.
Mi amor, desesperado, me mata si no le sigo; él sabe más que yo, él supo siempre y sabrá siempre más que yo: él ha escogido casi siempre, desde mí, y él es mi yo verdadero y al cual solo yo entiendo
[…]
Será esta la locura de mi amor; pero esa locura es la necesidad de su naturaleza en mí. Yo soy mi amor, lo verdadero mío es mi amor; mi amor es mi fuerza mayor; es mi única fuerza verdadera. Yo no puedo estar dividido en mi amor: Yo no puedo estar contra mi amor inmenso.
Si mi amor soy yo, lo cual es mi verdad, la locura de mi amor es la mía. La acepto, la comparto. Y esto solamente lo entenderá, sola-mente, quien sea poseído por un amor inmenso como el mío. […] Sabe que millones de personas han existido en siglos y siglos; ellas pudieron ser sus amores y no los renuncia.
Y millones habrá que han de venir que son sus amores también.
Y también irá con todos estos a donde quiera que todos estos se hallen.
Porque ellos pidieron por él, a solas, como él pidió a solas por ellos, en sus angustias y hambres de amor; de comunicaciones (ale-gres por el encuentro) en la grande ternura del amor humano.
No importa que religiones estatuidas y poderosas les engañaron con idolatrías y hechicerías, con férreos códigos, con amenazas, con imposiciones, hogueras, prisiones, asesinatos: sus tribulaciones de amor; sus terrores y sus gemidos salieron del amor desamparado y al hombre de inmensos amores llamaron y llaman hasta que en la compañía general los resplandores del goce del encuentro iluminen lágrimas y angustias y espantos ya para siempre rotos y muertos. Festín de los sueños, gloria del orbe del amor inmenso.
[…]
Cree, por su inmenso amor irreductible, en la resurrección de los muertos, donde los grandes amantes se encontrarán en goce infinito y los grandes justicieros y los grandes combatientes del amor; aquellos que arrostraron la burla, la persecución y aun la muerte por creerlo (infligida por los hombres asoladores de la tierra). […]
Absolutismos terribles crucificaron al Cristo, que ofrecía, por amor; la resurrección de los muertos. Traicionado Cristo, que castigaba con lazo de fuego al adulterio: Quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Y perdonó. (Profirió la amenaza: su amor inmenso le impidió cumplirla.)
Así Cristo rompió la Ley inexorable, incluso su propia Ley. Con su amor inmenso.
Creo en este Cristo.
Así, si mi lengua de hombre blasfemó, séame observado, porque ira de amor desesperado me impulsara, ira de piedad desesperada, quizás, y ojalá sea cierto, y si mi lengua ha sido soberbia a veces séame perdonado porque ha sido humilde —amorosa— a veces. Séame observado, porque he adorado muchas veces al amor actuante, de inteligencia que une, que vivifica, y en el fondo sano de mi vida he amado ese vivo Cristo, proclamando, por amor inmenso, la resurrección de los sanos de corazón, el encuentro de los que se aman inmensamente y solo porque han podido amarse verdaderamente ganan el encuentro eterno en la inmensidad del amor que solo sabe darse y gozarse en darse y que jamás termina de darse.

Quien tan incansablemente ha andado, y hasta tan lejos, por los senderos del bosque real y espiritual, cuando se acerca a su séptima década, la pitagórica, es ya un sabio. Un poeta sabio, un niño sabio, un loco sabio. A partir de El harapo al sol (1971-1973), el despojamiento poético de Samuel lo lleva a un aparente desvarío que nos recuerda algunos de sus primeros apuntes. Desvarío como de balada nórdica que le da al «song» una misteriosa transparencia, al «son» unas transidas obsesiones, al juego serio con las estructuras vanguardistas —ya de por sí, hoy tan patéticas— lo que no tuvo el vanguardismo en su momento: la emoción, el pathos. «Cumbres», por ejemplo, es una obra maestra de vanguardismo salvado, trans-temporal. Poesía, otra vez (¿o simultáneamente?) del espanto del yo solitario, pero ahora más que nunca, el yo en seco, a pulso, sin contraste de amorosa compañía natural o humana, «Song del loco»:

El espanto
me despierta.
Tiemblo. Ago
nizo.
Tengo
que ser mi madre
y lo soy;
mi padre
y lo soy;
mi hijo; lo soy.

Poesía en la que el estribillo de un son montuno escuchado hace tantos años en las lomas de Villaclara («Ven a verme, ven a verme, ven a verme, Caridad»), literalmente transcrito, se vuelve un poema absolutamente personal. ¡Ah, pero el poeta suprime a (¿la?) Caridad! Poesía desgarrada como solo pudo escribirla entre nosotros, a la altura de su tiempo, después de haber perdido a su esposo y a todos sus hijos, Luisa Pérez de Zambrana. Poesía tan audaz en su dolor; en su demencia de dolor; que puede fundir el disco de la esquina con las palabras de Cristo en la cruz: ¿Por qué me has abandonado? Poesía-limite: «Son de la nada», «Son del caminador». Poesía de la última desesperanza del yo («mi yo, / se derrumbará como una vaca / ante el cuchillo carnicero») y de la última esperanza del poeta: «si no viene nadie / ¿qué culpa tengo yo de echar mi verde / como si viniera el orbe a comerlo?».

Tan agoreros signos —cuyo temblor ante lo desconocido, sin embargo, los ligaba todavía a los clamores del amor inmenso— nos anunciaban una vuelta a la filosofía de la nada, del yo para la muerte, que los breves poemas de El pensador silvestre (1978-1979) nos confirma.

Los mejores momentos de esta colección nos parecen aquellos que se detienen ante lo desconocido («Caminé», «La garcita»), o dan testimonio de su dialéctica («Enigma»), o coinciden, al estilo samuelino, con pensamientos de Pascal («El pensar de un yoito»), o mantienen, frente a la aniquilación universal y el absurdo enloquecedor; una ética del trabajo del poeta («Fiel», «Canción tranquila», «Me dicen», o recogen pequeños milagros cotidianos («Perro al sol»), o transidas, humildes experiencias («El niño», «Valles del Arimao»). Aunque pudieran indicarse textos más desolados aún, la filosofía de El pensador silvestre se resume simplemente en estos versos:

Todos los animales
nos morimos.
Lindo monito, linda mariposa,
que no matan, jamás.
Bello chivito, bella vaca,
que no matan, nunca.
¡Oh burrito tranquilo!
Blanco conejo de ojo rosado.
Oh niñito agonizando en la fiebre,
bajo las balas.

Así conocemos la tragedia,
el crimen absoluto.
En esa piedra negra
se sienta la Sabiduría.

Y esa Sabiduría, cuyo único dios es el «Dios muerto y lindo del Olvido», lo que pide es:

No regresar
jamás! ¡Una
sola vez
bastó para helarme!

¿Qué fue del Dios de los Versículos? ¿Qué fue de la otra sabiduría, de la conquistada —a tan terrible precio— por la locura del amor inmenso?

El crítico puede interrogar a la obra para entenderla mejor en sus contradicciones, en sus enigmas y misterios, o para usar trámites retóricos que alivian, quizás, el peso del discurso. El poeta no está obligado a responder. Su respuesta es su obra, que, como el oráculo délfico, ni afirma ni niega, solo hace señales. La última señal en la obra de Samuel está ligada al grotesco y al humor; que desde sus incesantes acopios de cultura popular (la otra cara, la científica, de tan poliédrico guajiro) han invadido totalmente su dibujo e imantado fuertemente su lirismo en El pan del bobo. Este título, dice ahora el poeta, es la mejor definición de la poesía. Lo es también de la bondad pura y simple, tan rara en la especie humana:

Todas las mañanas
os pongo pan y plátanos
en las ventanas,
por lo
tanto,
gorrioncitos:
           no
           escapéis
cuando os llame...
(Samuel: ¿tú eres bobo?
¿No ves que
para ellos
eres un hombre?)

El poeta se ha quedado con sus pájaros, mariposas, abejas, cocuyos, monos, burros, vacas, chivos, lagartijas, y con sus niños, ancianos, campesinos, gentes buenas, héroes sencillos. De ellos tiene hambre, solo ellos lo acompañan. Siente horror del hombre dogmático, ambicioso, deformado, enfermo, torturador; asesino, monstruo peor que los prehistóricos. ¿Siente horror, en suma, de la historia? Más bien, diríamos, coincide con Marx: toda la historia humana ha sido, hasta ahora, prehistoria. Por eso ama a la Revolución. Pero también siente horror de la naturaleza, salvo en su dimensión pacífica y bella, y en cuanto norma de un lirismo andariego que defiende la necesidad de su hojarasca y sus detritus («El bobo defiende su poesía»). Si le quitáramos a esta poesía su forma, quedaría el sermón de un predicador contra la estupidez y la crueldad humanas, contra el sacrificio de los animales, sobre la bienaventuranza de los pacíficos de corazón y, a la vez, sobre la conformidad absoluta con la aniquilación total de cada criatura. Pero la forma es ondeante, sorpresiva, traviesa. Hay en ella la esperanza que sus versos niegan. ¿La salvación por el desdibujo? ¿Qué es el desdibujo sino el espíritu del viento, de la brisa? ¿Qué es la brisa? ¿Qué se le antoja a la hoja, movida por el aire del cantar anónimo? En todo caso, ¿hay bobo (y un bobo tan sabio) sin ilusión? Como el mismo poeta diría: ¡Jamuás! (Ojo al linotipista y al lector: no es errata, sino, literalmente, hasta ahora, la última palabra del sensible zarapico.)

Abril de 1982

***

Prólogo a Poesía Samuel Feijóo, Ediciones Unión, 2014.

Leer también:


[I] En Signos, no. 27, 1981

[II] Citado en Lo cubano en la poesía. La Habana, Universidad Central de Las Villas, p. 459.

[III] Ob. cit., pp. 345-346

[IV] Ob. cit., p. 378.

[V] Ob. cit., p. 477.

 
 
 

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