Antón Arrufat, el juicio que convida


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Antón Arrufat (Santiago de Cuba, 1935), consagrado escritor cubano.

El convidado del juicio estuvo disponible al público durante la presentación en el Sábado del Libro de La caja está cerrada, el más reciente título del narrador, ensayista y dramaturgo.

(I)

Mi amistad con Antón Arrufat empezó a consolidarse en un punto indeterminable del tiempo y el espacio, quizás luego de la publicación de mi novela Fake. Hacía poco le habían concedido el Premio Nacional de Literatura. Creo que hay dos o tres años entre un hecho y el otro, un puente de diálogos llenos de interpolaciones, agudezas y estocadas, que por lo general resonaban en el mezzanine del Palacio del Segundo Cabo, donde antes radicaba el Instituto Cubano del Libro. Antón llegaba allí los jueves por la mañana, si no recuerdo mal, y como ambos estábamos enfrascados en asuntos ligados a la edición, en una época donde la penuria no era escandalosa, coincidíamos en el patio, o en el pasillo, o en la oficina de Berardo Rodríguez, nuestro amigo común. Fue allí, también, donde un día, otro jueves, Antón me regaló inesperadamente la edición ligera (así la llamo) de La caja está cerrada, que es la que entonces ya contenía el texto completo de la novela, con una dedicatoria donde habla del tiempo y los laberintos disfrutable de la simpatía. Poco después, cuando leí el libro, me invitó a hablar de él en el Hotel Inglaterra. De entonces a hoy han transcurrido unos 15 o 16 años.

El presentador de un libro no está exento de pasar por diversos aprietos, pero creo que uno de los peores es cuando el libro se transforma en un interlocutor que nos invita, sin prodigarse, a una suerte de mansión llena de recámaras. Uno sabe que le es dado pernoctar en cualquiera de ellas, pues el anfitrión cumple al pie de la letra con las leyes de la hospitalidad. Pero ocurre que esas estancias, esas alcobas, le muestranal invitado variantes muy disímiles de la suntuosidad y el ingenio, variantes persuasivas y hasta discretas, y ahí el visitante no sabe cómo obrar, ni siquiera si tiene la suerte de encontrar la médula, o los ejes, o las esencias de dichos espacios.

Lo diré de entrada: El convidado del juicio es un libro extraordinario y envidiable. Lo primero iré argumentándolo a medida que lea estas palabras, lo segundo se explica en un hecho simple y tal vez candoroso que ustedes entenderán de inmediato: a mí me gustaría, un día, escribir ensayos como lo hace Antón. Es decir, con mis palabras, pero con la fuerza cautelosa y seductora de las suyas.

A propósito de la persuasión, que es al cabo de lo que estoy hablando, una de las cosas más sorprendentes de esterepertorio de ensayos (aparejados y prologados por Cristhian Frías) es la conjunción e interpenetración de algunos en otros, la mirada sobre un mismo asunto que de pronto cambia su punto de vista y nos lo ofrece bajo otra luz. Cuando este fenómeno se repite, un efecto raro se crea en la lectura, como si, además de un ensayo (y cuando digo ensayo no estoy tan seguro de que sean, exclusivamente, ensayos literarios), estuviésemos leyendo una ficción, una evocación en las fronteras de lo novelesco, un recuento donde ciertos hechos (en lo fundamental, del mundo del sentimiento y del mundo del espíritu) quedan bajo un asedio continuo para que permanezcan en esa extraña duración (durar, perdurar) que es la memoria.

Para que ustedes tengan una idea, El convidado del juicio está dividido en tres conjuntos. El primero abarca un grupo de temas, personajes, escritores y problemáticas de la literatura cubana en el siglo XIX y los años de la República. El segundo está dominado casi exclusivamente por una época (los años 60 del siglo XX), de enorme y consabida riqueza cultural, donde se percibe, en la mirada crítica, no sólo la necesidad de ver claro para fijar en claro, sino también la naturalidad de distinguir, con energía, el yo propio del yo de los otros. En el tercer conjunto resaltan la contemporaneidad, la inmediatez literaria y cultural, las preocupaciones literarias de siempre. La contemporaneidad no como asunto de etapas y tiempos, sino más bien como decisión crucial de la sensibilidad, cuando ya las fechas importan muy poco y todo se aproxima —en sincronismos en los que intervienen la simpatía estética, la amistad literaria, la vecindad generacional, la coincidencia de los gustos— al primer plano de la mente y las ideas: los poetas cubanos de los 90, Lezama Lima y sus huellas, las memorias de Raúl Martínez, la legibilidad hoy de Barbey D ’Aurevilly, las ficciones de Virgilio Piñera, las sonatas irrepetibles de Valle-Inclán, la personalidad literaria de Sergio Pitol y otros. Imagino esto como agujeros de gusano capaces de comunicar épocas, literaturas, sensibilidades, poéticas y credos artísticos dispares.

Es un verdadero acierto que tal haya sido el ordenamiento de estas casi 400 páginas. Además, hay que decir algo que me parece perentorio: ninguna de estas exploraciones —por muy distantes que se hallen los personajes, las obras, las obsesiones, los sucesos, los temas, y los problemas estéticos de que se ocupan— queda en el examen sabio, en el escrutar detallado y hasta vital. Si así fuera, quizás bastaría, pero no le bastaría a Antón, porque él, además, acerca lo lejano, familiariza lo aparentemente extraño, hace entrañable lo distante, incorpora en su habla, su lengua y su piel todo aquello que arroja su sombra, o su luminosidad, sobre el presente, sobre lo más inmediato, y hasta sobre el incierto futuro, si se trata de irradiaciones que no han terminado de cumplir su cometido y que, por esa razón, no se extinguen. Y sabe que el hallazgo y la exposición de los hechos, sean los que sean, no es más que una modalidad inferior de la verdad, por lo menos en el caso de un hombre como él, capaz de escribir esa novela, La caja está cerrada, o un relato tan inquietante como «El envés de la trama», o los ensayos «Dulce María Loynaz: la otra mitad en la sombra», «Las virtudes del habla», «Los 60 en la Rampa», «Mi amistad con el perseguidor», el «Regreso del hijo pródigo», o el conmovedor «Una vuelta en Nash», saturado de revelaciones —de la intrahistoria literaria al carácter o la personalidad de un modo de ver la literatura y la existencia. Hay otros que también prefiero, pero no quiero agobiarlos a ustedes con una lista. Además, todos se encuentran aquí, en El convidado del juicio.

(II)

El valor de un gesto no se halla en el aire que mueve, sino en su sentido para quien lo ve, lo presiente, o lo siente. Un gesto se completa en el otro, en el prójimo, y este puede estar a pocos centímetros o a mil años. Porque el tiempo es espacio y viceversa.

Hay devociones culturales que son devociones sensualistas que son, a su vez, devociones de la carne y el espíritu. Devociones proteicas donde se salda una deuda, se resuelve una interrogación, se completa algo que quedó en suspenso, como una buena conversación, que siempre es posible retomar por cualquiera de sus partes, igual que esos libros que son muy buenos y no necesitan de lectores ordenados. Señalo esto como efecto dejado en mí por la lectura de estos textos de Antón Arrufat.

Una de las frases más bellas y significativas aquí escritas, frase que más bien parece un verso, es esta: “Mi corazón suele tener perennidades de pirámide azteca”. Este libro deviene, a su aire, a su modo, una autobiografía intelectual y sensorial, un memorial sesgado, lateral, indirecto. Sin embargo, también es el rostro de un hombre ante sus espejos más íntimos y más públicos, aparte de ser una testificación (esas testificaciones que, en principio, sólo involucran la voluntad y el impulso del sujeto a solas consigo, para extenderse más allá). Una testificación convertida en diálogo con los difuntos y sus verdades, que muchas veces discrepan de las verdades históricas, o las matizan. Que los difuntos ilustres, escritores de huella precisa y de amistad irrevocable, sean casi exorcizados aquí, en estas páginas, implica un echarlos fuera de la muerte, un expulsarlos no tanto del olvido (porque no es olvido lo que los aqueja) sino más bien de esas sacralizaciones que no hacen más que matar a un escritor ya muerto.

He aludido a la belleza y con seguridad hay belleza en este libro. Pero esa palabra es hoy rara o por lo menos controvertida. Paul Cézanne no la usaba. La evitaba por completo cuidadosamente. En su lugar decía la palabra "intensidad", que es más conveniente y se encuentra más a una altura humana. Antón se muestra capaz de enganchar al lector e izarlo como un pez. Ese poder suyo es, creo, opulento y apasionado. Intenso.

El convidado del juicio encierra un ritual muy serio y distinguido: el que se apareja cuando un escritor busca definirse en los otros a despecho, incluso, del tiempo. La escritura, aun cuando se notan los matices de las épocas (el Antón muy joven, el hombre de Ciclón, el hombre confinado en la biblioteca pública de Marianao, el hombre de los 80, el de su vínculo con los poetas que empezaron a resonar en los años 90, el Antón de los últimos años y el de hace muy poco), la escritura, decía, permanece fiel a una especie de deambular moroso y dependiente de la curiosidad, un fisgoneo gentil pero directo, la mirada atenta y, como ya expresé, alerta.

El convidado del juicio también se constituye, página a página, en una radiografía sentimental de La Habana. En su cabeza, en su pensamiento y su imaginación, La Habana va y viene por dentro de la Historia, de la mesura a la violencia, del entusiasmo al consuelo, de la admiración al silencio. Vivir es eso, también. Y este beneficio, este rendimiento, esta valía posiblemente se articule con las formas envolventes del caminante que es Antón Arrufat, caminante físico y caminante de soliloquios y, mejor, de conversaciones. Estos textos, unos más que otros, tienden a ser ensayos conversados en el interior de sí mismos, si se me permite decirlo de esa manera. Y exhiben, así, los meandros y las pausas del viajero que conversa con amigos vivos y muertos, a pesar del hecho “simple y a la vez atroz”, como él dice, de la muerte.

Este es, pues, el Antón que se pelea y reconcilia con Lezama, el Antón que entra en el corazón de Ramón de Palma, el que indaga en los primeros novelistas cubanos, el que nos habla de la amistad (con Calvert Casey, con José Rodríguez Feo, con Dulce María Loynaz, con Raúl Martínez, con Virgilio Piñera), el que nos relata cómo era y cómo se hacía Ciclón y luego Lunes de Revolución, y el que explica qué significa poseer una “conciencia del estilo”.

Si algo debo añadir a esta ya larga presentación, señalaría que me entusiasma coincidir con él en ciertas preferencias suyas (preferencias cubanas) de las cuales me enteré, sorprendido, hace sólo unos días: El negrero, de Lino Novás Calvo; Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro; Cuentos fríos, de Virgilio Piñera, e Historia de una pelea cubana contra los demonios, de Fernando Ortiz. En esas obras extraordinarias, de las que la literatura cubana puede enorgullecerse, existe lo que Antón denomina la “perenne novedad oculta”.

En sus merodeos alrededor de Guillermo Cabrera Infante, dice sobre el autor de Un oficio del siglo XX: “pertenece a la estirpe de los grandes escritores cubanos”. A mí me gustaría apropiarme de esa frase y decirla también sobre él, sobre Antón Arrufat. Él ha terminado por pertenecer a esa estirpe. Tengo la suerte de que él y yo seamos, como se dice, contemporáneos. Tengo la suerte de vivir en su tiempo y coincidir con él en algunos pocos lugares, y que alguna vez me haya puesto en el aprieto de contestarle, caminando por la calle Obispo, antes de sentarnos a merendar unos pasteles de carne con refrescos, una pregunta tramposa: “¿usted cree de verdad que Virgilio Piñera es un escritor trascendente?” Tengo la suerte de que yo pueda marcar su número de teléfono después de muchas ausencias y oírlo del otro lado y escucharle decir, entre el asombro y la ironía: “Ah, esa voz, esa voz”, y enseguida empezar una conversación alerta, electrificada como una cerca de contención. Una conversación presta a la agudeza, al juicio ponderado, a los énfasis audaces, a los exabruptos, a la confidencia, a la risa, a las dudas teatrales o auténticas, al entusiasmo y la verdad sinuosa de la literatura y la vida.


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