Adelaida de Juan: enseñar es una de las maneras más hermosas de aprender


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Ha muerto en Cuba Adelaida de Juan Seiler. La profe Adelaida de Juan, Adelaida. Hoy que la vida parece poco menos que imposible sin las llamadas redes sociales, la noticia me enreda en esa maraña invisible pero pegajosa de lo virtual y albergo la esperanza que sea un equívoco, pues todavía los amigos y colegas nutren esas redes con comentarios y fotografías de los recién celebrados 95 años de Fina, y allí estaban -no podía ser de otra manera-, Roberto y Adelaida.

Todo parece un sinsentido; alejado, como estoy en estos momentos, de la Isla, escribo a Cuba, intento saber algo, despojarme de la duda. Incluso, practicando una respiración profunda me decido a escribirle a Laidi, lo hago y ahora sé que he escrito un mensaje en una botella, porque en apenas unas horas esos mismos amigos y colegas que tejen las redes como alfabetizadas arañitas laboriosas, me confirman la noticia. Adelaida ha muerto.

Nunca fui su alumno en el aula pero mi vida estudiantil estuvo marcada por la presencia de su magisterio, de sus numerosas e imprescindibles publicaciones, de los encuentros en torno a momentos difíciles y otros cotidianos vividos en la Facultad de Artes y Letras, allá, por la década del 80 del pasado siglo. En esos años fui Presidente de la FEU de la Facultad y no pocas veces nos vimos envueltos, los estudiantes, en situaciones polémicas en torno a alguna exposición de arte organizada en la Facultad, alguna presentación de libros o revistas, puestas de obras de teatro que se veían amenazadas por la incomprensión y el extremismo con que nos miraban desde otras instituciones y facultades de la Universidad de la Habana y de la vida cultural de la ciudad de esa época. Pues allí aprendimos de nuestros profesores lecciones que no se enseñan en la clase diaria, y algunas de ellas provinieron de “la profe Adelaida de Juan”. Fueron los años  en que la Decana de la Facultad era la también Dra. en Historia del Arte, Elena Serrano, y en que  mi grupo (de Letras) tuvo el privilegio de contar como profesora de esa asignatura con la legendaria y ya nonagenaria entonces, Dra. Rosario Novoa, de quien también “la profe Adelaida” fue alumna y, no dejó escapar ocasión posible para manifestar el orgullo y satisfacción que esto le causaba. Recuerdo las reuniones con ellas (y otros miembros del claustro, claro), encabezadas por una Dra. Novoa que siempre parecía  de veinte años, en las que no pocas veces, “la profe Adelaida”, lacónica pero certera, nos tranquilizaba contra el extremismo, desde el conocimiento y su profundo amor por la Facultad. No recuerdo consignas, no recuerdo chauvinismos ni frases alteradas; siempre nos trasmitieron que lo importante, lo que valía, es que sabíamos y supiéramos más que nuestros detractores. Fueron lecciones inolvidables de coherencia y honestidad intelectual, de un amor profundo a “La Facultad”, de trasmitir un conocimiento que fuera más allá de “lo libresco” y nos prepara para la vida. ¿Puede haber algo más parecido a la verdadera pedagogía?

Estos encuentros se sucedieron, ya culminados mis estudios, cuando pasé a trabajar a la Casa de las Américas y continué en la Facultad, ahora como profesor adjunto del departamento de Estudios Literarios. Nuevas lecciones me esperaban de parte de “la profe Adelaida” pues seguimos compartiendo en las reuniones del claustro y ahora se sumaba una nueva perspectiva, más cercana si se quiere, dada su presencia también activa en la Casa de las Américas, como colaboradora de la revista “Casa...”, asesora del Departamento de Estudios del Caribe, participante de muchos de sus coloquios, exposiciones y ser la esposa de Roberto Fernández Retamar, Presidente de la institución. Esta última circunstancia, nos convirtió, además, en contertulios pues, no pocas veces Adelaida y Roberto me invitaron a su casa, a veces a encuentros con grupos de amigos, a veces solo.

Pues en la Facultad, ya colegas, fui conociendo mejor una característica suya que -a mis ojos- la distinguía de “nosotros los cubanos”: su laconismo y poder de síntesis. Es como si ya hubiese nacido hastiada de las largas e interminables reuniones que tanto padecemos, muchas de las cuales terminaban gracias a ella, que ya con el bolso cerca, solo necesita un párrafo mediano o dos cortos para resumir y dar terminado el encuentro. También la apoyaban el prestigio y el respeto que supo cultivar y cuidar.

Nuestras múltiples y prolongadas (más de una década) coincidencias en la Casa de las Américas fueron ejemplares; nunca nada de lo vivido en la Facultad, pasó a la institución de  3ra y G, y viceversa; otro tanto con los encuentros en su casa. Discreción, “saber estar”, respeto, siempre enseñando y educando. No obstante, con el paso del tiempo y un respeto demostrado a toda prueba, una común simpatía afloraba en nuestros encuentros, en los cuales compartíamos chistes, siempre repartidos en dosis adecuadas para evitar un rapapolvo: tuve suerte en eso, pues nunca me excedí. Sobre todo en su casa, sin abandonar esa discreción de la que hablo, más de una vez me sacó de una angustia por algún trabajo que yo tuviera pendiente, un ensayo, un libro en ciernes, un nuevo curso. Tenía una mente y una práctica prodigiosa para organizar todo lo referente a la docencia y los trabajos académicos: ¿Ya organizaste la bibliografía? ¿Ya te planteaste bien la hipótesis, la tesis, el marco teórico? Y te regalaba una clase metodológica sobre el tema. Una vez le comenté igual de angustiado algo sobre los exámenes de inglés que debía hacer para el proceso de categorización como investigador  y después de explicarme las deficiencias de la enseñanza del inglés en Cuba, me regaló un valioso consejo: -Si quieres mejorar tu nivel de inglés empieza a leer ya “novelitas del Oeste”, vas a coger vocabulario y sintaxis hasta que puedas pasar a otro nivel. Igual atesoro algunos momentos en su casa en que Roberto solía consultarle una traducción del inglés y se entregaban apasionados a unas lindas discusiones que yo observaba admirado. No obstante, entre mis recuerdos preferidos estará siempre la etapa en que solía llamarme a la biblioteca de la Casa de las Américas o recordarme cuando nos encontrábamos, que le consiguiera novelas policíacas porque “nada mejor para dormir que leer un libro que empezara con un buen muerto en la primera página”. Esa afición era compartida, lo cual me divertía mucho.

Quizás mitigo un tanto la sorpresa y la profunda impresión por la noticia, con estas evocaciones personales, que no van en desmedro del reconocimiento de la huella que deja Adelaida de Juan en la cultura cubana, prolongada en sus discípulos de casi 60 años entregada al magisterio y la crítica y difusión del arte cubano y latinoamericano. Creo que, entre muchos otros, destaca el mérito de dedicarse al estudio, a iluminar zonas del arte cubano y de Latinoamérica, que no son de la preferencia de los críticos, de ahí que, mirando bien su ojo crítico, nos deja una larga estela de iluminaciones sobre el grabado y la caricatura, el arte colonial, algunas visiones de género y por supuesto, su peculiar acercamiento a José Martí. Una vida y una obra entregadas a moldear una Cuba más culta, más independiente, más cubana.

Esa vocación creadora alcanzó un cenit en la familia que fundó junto a su compañero de toda la vida, el poeta Roberto Fernández Retamar; familia de  profundas raíces martianas, de fragua de cubanía, que avizoraron desde los tiempos difíciles y estériles en que soñaban junto a Lezama y la familia de Orígenes un destino luminoso que supieron fecundar y hacer posible.

¡Salve, Adelaida! No hay adiós posible porque el reino de la poesía es el de la inmortalidad, el de la belleza perenne y en ese entró usted hace mucho de la mano de su amado:

GRACIAS, GRACIAS, JARDIN ZOOLÓGICO,
POR RENOVAR ESTA LECCIÓN

POR LO MISMO QUE al elefante le atrae la elefanta,
Sus patas inmemoriales y rugosas,
El bufido y la oreja que abanica;
Y a la jirafa macho lo sobresalta la jirafa hembra,
Su cuello descomunal (que para él, por supuesto, no es descomunal),
Y las inquietantes moticas de la piel;
Y al pavorreal su pareja,
Y al majá su lustrosa compañera,
Me gustas tú.

Y por lo mismo que la leona defiende sus cachorros,
Y la buitre recién parida tiende el ala siniestra sobre el nido,
Y la cucaracha se afana por sus larvas,
Te preocupas, al ir a cruzar la calle, por nuestras niñas deliciosas.


                                                             Roberto Fernández Retamar

 

 


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